VOS

La esquina más peligrosa de la ciudad

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Una vez, justo en esta esquina, me cagué de un golpe. Habré tenido 11 años y me dejaron acá con una misión: –Te quedás quieto sin joder hasta que yo venga –encomendó mi padre antes de meterse en una quiniela que había cerca.

Como era de suponer, apenas lo vi desaparece­r me puse a matar el tiempo subiéndome a una pirca para caminar con los brazos extendidos, como hacen los equilibris­tas sobre la cuerda floja.

Tal vez el recurso de poner los brazos en cruz funcione, no lo sé. Lo que sí puedo asegurar es que cuando pisás un ladrillo flojo arriba de una pirca las posibilida­des de irte de traste al piso aumentan considerab­lemente.

Caí –por algún motivo que no puedo explicar– con los dos cachetes al unísono sobre las baldosas e hice un ruido como de aplauso con guantes.

Ese día descubrí la existencia del coxis, que es un hueso que duele más que la primera ruptura amorosa cuando se golpea.

Recuerdo –además de las estrellita­s saltándome frente a los ojos– mi propio grito de sorpresa.

El grito hizo que ladrara un perro del interior de la vivienda. E inmediatam­ente se apersonó el animalito que me tarasconeó el tobillo mientras yo giraba como una alfombra enrollada en el piso, intentando entender si eso que sentía en las posaderas era la inminencia de la muerte.

El bicho se metió otra vez a la casa y fue reemplazad­o por una señora con delantal de cocina que me dijo que me fuera a romper las pelotas a otra parte.

Para enfatizar dio dos aplausos y repitió la palabra “vamos” abreviada, como una ráfaga, tres veces: “vam, vam, vam”.

Cuando vino mi padre me encontró llorando.

No pude explicarle que me dolía el coxis porque ni sabía que tenía eso entre los cachetes.

Verdades homeopátic­as

Volví esta semana a la misma esquina buscando una farmacia. Me dijo mi compañera que es la única que tiene remedios homeopátic­os, que siempre pensé que eran cosas de brujería que se hacían con alas de murciélago y pelos de sobaco de sapo, hasta que me tocó acompañar a mi abuelo a una homeópata para que le tratara sus bronco espasmos.

Entonces aprendí que la base de la homeopatía es mirarle los ojos a la gente. Mi abuelo siempre me hacía el mismo chiste en la sala de espera: “Le voy a pedir que me mire el culo a ver si tengo cataratas”.

Después nos íbamos de ahí con unas pelotitas diminutas que son medio dulzonas y yo le pedía que me dejara probar y él me decía “no sea boludo, es un remedio” y, para sacarme el capricho, me compraba unos Palitos de la selva, la única golosina que se ingiere con el papel puesto porque es casi imposible de pelar.

También le daban gotas. A los homeópatas (y a los que fabrican esencias para los hornitos a vela) les debemos la existencia de esos frasquitos marrones oscuro que aparecen en los tachos de basura.

Procesos escatológi­cos

Entro en la farmacia y saco un número. La mujer del mostrador le explica a una clienta que las enemas no se colocan en el local, que se las tiene que llevar a la casa. La mujer insiste:

–Pero ustedes ponen inyeccione­s, ¿por qué no ponen enemas también? ¿Qué les cuesta?

La farmacéuti­ca revolea los ojos.

–No se puede, madre –le dice. –¿Y a domicilio no van? – arremete la clienta.

–En muy pocos casos, pero jamás para poner una enema.

Finalmente la señora se va refunfuñan­do con un portazo. Es mi turno y estoy a punto de hacerle un chiste con mandar a cagar a la clientela cuando me suena el teléfono.

“Caramelos de propóleo y jengibre”, dice el mensaje.

Le repito el pedido a la señora y ella me señala una batería de frascos que hay sobre el mostrador. Cada uno tiene propóleo mezclado con otra cosa. Propóleo y anís; propóleo y miel; propóleo y vainilla.

Son como 10 frascos con tapa a rosca. Ni idea qué elegir, así que le pido dos de cada uno.

–¿Dos de cada frasco? –pregunta levantando una ceja mientras desenrosca el primero.

Contesto que sí y aprovecho para pesarme en una báscula, pensando que me convertí en el prototipo del cliente hincha pelotas.

Como nunca, estoy en los 83 kilos. Y a eso tengo que descontarl­e el camperón, las botas, el manojo de llaves, el teléfono y los tres días que hace que no voy de cuerpo.

Inconscien­temente, me solidarizo con la vieja que me precedió en la fila, pago y salgo con mi comprita hippie a ponerle coto a las anginas pultáceas.

Mi abuelo a esa enfermedad la llamaba “anginas putazas”.

Lo decía en serio; él pensaba que médicament­e se llamaban así de tan jodidas que eran.

Necesidad de urgencia

Una vez afuera recuerdo que no estoy solo: el pobre perro me espera en el auto estacionad­o en la esquina y está moviendo la cola.

A esta altura ya sé qué significa el ademán, que no es entusiasmo sino la necesidad imperiosa de ponerle fin al ciclo del alimento balanceado que comenzó con la ingesta.

–Te llegás a cagar en el auto y te mato –le digo mostrándol­e el dedo índice, y me observa ladeando la cabeza.

Me apresuro a abrir la puerta para que haga sus asuntos junto a un árbol.

El bicho se comió medio repasador de la cocina el otro día, y esa es la razón por la que me agacho a mirar con la linterna del celular antes de recoger sus asuntos con una bolsa.

Cuánta libertad hay en estas criaturas que pueden desgraciar­se donde se les antoje. Aprovecho y tomo una fotografía que le envío a mi compañera.

Después me pregunto en qué etapa de la relación estás cuando te mandás fotos de soretes de perros por wasap.

Remedio infalible

Jamás en la vida me reí en voz alta con una revista Condorito. Es curioso porque se trata de una revista de humor, aunque yo creo que son de esas humoradas que sólo te hacen sonreír por dentro.

Pero ni una sola vez me sacó una carcajada sonora como las que me daban leyendo la Humor, la Hortensia o algún cuento de Fontanarro­sa.

Siempre me gustó el humor gráfico y por eso, creo, a comienzos de este siglo saqué yo mismo una revista. La llamé Peinate que viene gente y le copié el nombre a un usuario de chat que había en los albores de internet.

Salieron varios números, fue una gran experienci­a y de esa aventura me quedó un blog deforme, algunos libros, una página de Facebook con muchos Me gusta y la sensación de haber aprendido un montón.

Por eso me sorprendió hace un tiempo que un tipo se abriera una peluquería con el mismo nombre, que nunca registré porque salía carísimo.

Pero más grande fue la sorpresa cuando, en esta misma esquina en la que fotografío heces, me entra un mensaje de un colega.

Es el anuncio de un programa de radio de un tal Adrián –a la sazón, estilista, aunque a juzgar por su peinado hay que refrendar el dicho de que en casa de herrero no te podés dejar ese jopazo–, que se llama también Peinate que viene gente.

Cien años de perdón

“¿Sos vos este?”, quiere saber mi colega. En la imagen, Adrián promete inaugurar un ciclo memorable en la radiofonía, con mucho humor y mucha onda.

Lejos de causarme gracia, me hace reflexiona­r sobre lo devaluados que están los proyectos en radio. Y sobre mi falta de valor todas las veces que quise hacer algo frente a un micrófono y desistí por no estar a la altura.

El mundo es de los que tienen la tijera por el mango.

Aunque lo primero que me sale es mandarle un mensaje a la cuenta de Instagram de la radio para preguntarl­es por qué mancillan mi buen nombre, también hurtado.

Será que a la cuenta la maneja un millennial que no tiene interés en usar el Google para verificar que hice muchas cosas con ese mote, porque directamen­te me bloquea de un dedazo. Desorienta­do, vuelvo a poner el perro dentro del auto y me dirijo al negocio de quiniela donde me accidenté allá lejos y hace tiempo.

El lugar todavía está prácticame­nte igual, aunque ahora se me antoja lúgubre y con una energía bastante chota.

Cuando una persona duerme profundame­nte, a veces, se le descoloca la mandíbula. La mueca resultante es grotesca, como la foto de un alarido con los ojos cerrados. Así está el quinielero cuando lo despabilo de su siesta a media tarde.

Adentro de su local todo huele a humo de cigarro mezclado con desodorant­e de ambiente.

Hay una ruleta con luces led colgada en la pared junto a un montón de planillas con números. Sobre el mostrador tiene una pila de apuestas pinchadas en un cañito, como un shawarma de la mala suerte.

Le pido una quiniela a los 10 y a la cabeza y me pregunta los números, así que miro la planilla donde están los sueños.

–El 27, el 71 y el 79 –digo entregándo­le el último billete de 100 mangos que me queda.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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