Pulgas y coronas
Jon Favreau tenía dos opciones para adaptar El rey león .La primera, si deseaba respetar el “espíritu” de la original, consistía en jugar con la plasticidad a los animales, desencajarlos del rigor enciclopédico para restituirle a Simba la sonrisa de cachorro arrogante, los tics neuróticos a Zazú o la maldad amanerada a Scar.
La obsesión por lo real, no obstante, impuso la precarización de las emociones. Los animales expulsan palabras que no saben acompañar con el cuerpo. Es un problema irresoluble: ¿cómo encarar un número musical como “Yo quisiera ya ser el Rey” sin la sobreactuación propia del género musical, por no recordar el estallido cromático? ¿No es el musical, acaso, uno de los géneros que más se vale del artificio y la complicidad? Allí donde otros live
action como La Bella y La Bestia o Aladdín resistían el traspaso violento gracias a una limosna actoral o a una fantasía blanqueada desde la puesta en escena, El
rey león fracasa en su anhelo de calcar la flora y fauna africana a través de una historia chillonamente humana.
La segunda opción de Favreau era mantener la ambición realista adulterando la materia prima. Una apuesta radical: nada de canciones, siquiera de diálogos. Encarar una trama inmune al spoiler con la misma cadencia de
Chatrán, la película de 1986. Realismo extremo en el que las peripecias descansen sobre la técnica del documental para evitar así la inutilidad actoral de un suricato o de un jabalí.
Favreau se mantuvo en la absurda medianera de ambas posibilidades. Trastrocó la caricatura simpática por la textura feroz, pero borrando la simpatía sin intensificar la ferocidad. Esta versión de El rey
león será recordada como una parodia de National Geographic, el sueño turbio de un león que tras despertar de su siesta descubre que la sabana sigue allí, tan tosca e indiferente ante los dramas cortesanos.