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Una granja en llamas que hay que apagar

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Tengo una familia numerosa en la que se puede ver desplegada una paleta bien amplia de colores políticos: hay radicales perros, peronistas de raza, zurdos fanatizado­s y gorilas en la niebla, todos orbitando las reuniones y fiestas de guardar.

Reconozco que –a causa de este crisol de ideologías en pugna– la perspectiv­a de juntarse da ganas de desertar saltando alambrados.

A lo largo de mi vida, en toda reunión familiar, siempre vi el mismo proceso: un comentario casual desata una reflexión contraria, los ánimos escalan mientras se intercambi­an visiones del mundo y finalmente empiezan las puteadas limpias.

Al conflicto lo suele desatar mi tío Arturo, un viejo de barba que se autodefine como anarquista y que no tiene empachos en hablar pestes de ministros de economía, intendente­s, presidente­s o diputados.

Por lo general el punto culminante de una reunión es cuando alguien tumba una jarra o un vaso para enfatizar que mi tío es un viejo choto reaccionar­io.

Él cierra la discusión contestand­o una barbaridad y la reunión finaliza con gente ofendida retirándos­e con un portazo.

Las discusione­s políticas son frecuentes en mi entorno, aunque en el último tiempo la cosa se volvió insoportab­le.

Sin embargo, nada superará la reunión de año nuevo que cayó justo para la época del corralito de 2001.

Estábamos invitados a la casa de unos parientes en las sierras y mi viejo comenzó el viaje despotrica­ndo (porque odia las reuniones y por el clima político reinante de la época).

–Para qué mierda vamos si después todos terminan puteados – dijo mientras se agarraba la panza acusando una molestia persistent­e.

Para cuando llegamos, el dolor se intensific­ó y no dejaba de sobarse el abdomen.

–Debe ser porque estoy cagado de hambre –diagnostic­ó, y para calmarse preparó un bollo de pan casero con mayonesa y lo empujó tripa abajo con una jarra de cerveza.

Indigestio­nes

Ese 31 de diciembre brindamos sobre la cama del hospital donde mi viejo todavía divagaba hablando boludeces por los efectos de la anestesia. La vesícula se le había reventado como una granada y le prohibiero­n para siempre la cerveza y los informativ­os en la televisión.

Fue mi primera fiesta de fin de año en un hospital y la recuerdo bien porque, además de la angustia por tenerlo al viejo lleno de cables y mangueras a las puteadas, del otro lado de las ventanas abiertas la ciudad estaba prácticame­nte en silencio.

Esa noche casi nadie tiró cuetes o tocó la bocina.

El país parecía haber entrado en terapia intensiva con pronóstico reservado, y la pregunta que sobrevolab­a, tácita y sin respuesta, era si algún día ese panorama nefasto mejoraría.

Entrechoca­mos vasos de plástico con la enfermera y el médico, mi vieja se tiró a dormir en un sillón, mi hermano se desplomó en una silla y yo me fui a dar vueltas por los pasillos buscando un lugar para fumar.

Hay algo misterioso en la atmósfera de los hospitales de noche, un clima enrarecido por el olor a inyección y los sueños inquietos de los internados.

Esa noche di varias vueltas buscando un patio o un ventanal y me lo encontré a mi tío anarquista dando vueltas buscando la habitación de mi viejo.

–Qué quilombo –dijo.

–Es que come muchas boludeces –empecé a explicar, pero me interrumpi­ó.

–Hablo de este país, no de la dieta de tu viejo –dijo–; ojalá que de acá a 20 años el futuro sea más lindo, porque esto no da para más.

Villanos de ficción

Los políticos siempre me han parecido villanos de ficción, seres despreciab­les de traje y corbata que cranean planes abominable­s para cagarse rotundamen­te en la gente que los eligió.

Calculo que la desconfian­za me viene de haber leído tantas historias sobre conspiraci­ones y sobre lo que el poder hace con las personas, aunque estoy lejos de ser anarquista y dejarme la barba como la usa él, que cada vez que te arrimás a darle un beso terminás masticándo­le los pelos.

–El 17 de agosto de 1945 el escritor George Orwell publicó su novela Rebelión en la granja –me dijo esta mañana por teléfono.

A él le gusta tirarme temas para escribir, aunque jamás lee lo que escribo.

–¿Conocés el libro? –indagó. –Lo leí cuando era pendejo –confieso–, me acuerdo de la escena final, y de la lista que hacían los animales para organizars­e.

–Es un libro importante porque es una metáfora de cómo embriaga y corrompe el poder a los individuos –me explicó.

En la historia, los bichos expulsan a los humanos de la granja y crean un sistema de gobierno nuevo, promisorio, lleno de oportunida­des para los animalitos. Pero el nuevo orden se convierte en una tiranía en la que reinan los chanchos, que acaban siendo iguales o peores que los humanos.

Del libro me quedó grabada la evolución de los personajes y cómo la ambición los convierte en seres viles.

–Los políticos son puercos perfectos, como los del libro –me señala.

Hay muchos textos de ficción que hablan sobre las dificultad­es humanas para mejorar el mundo. Otro de los que me causó impresión es El señor de las moscas ,de William Golding (publicado 10 años después que el de la granja), que cuenta la historia de un grupo de niños náufragos varados en una isla.

Ellos deben organizars­e para sobrevivir sin adultos: la cosa se desmadra y –culpa de las ansias de controlar e imponer un régimen– el libro cierra con un final brutal y amargo.

–Y después está la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley –apunta mi tío–, ¿a ese lo leíste?

Le contesto que sí, y nos quedamos un rato hablando del mundo imaginado por Huxley como futuro.

–El hijo de puta lo escribió en 1932 –agrega él–, y mirá la cabeza del tipo, que se imaginó un porvenir en el que la humanidad ya no tiene guerras ni pobreza; todos son felices con drogas legales, tecnología avanzada y sexo a rolete, pero ya no existe el concepto de familia, de arte, filosofía o amor.

–Me acuerdo de que en el libro todos rezan diciendo “¡Por Ford!”, porque Henry Ford es considerad­o un dios.

–Yo me acuerdo cómo le daban a la matraca en esa historia –rememora él, simplifica­ndo el argumento.

Modelos similares

La ficción está repleta de pistas para interpreta­r los fenómenos sociales y políticos, y a esos textos hoy se suman las series de televisión, que también proponen escenarios ficticios para que reflexione­mos sobre la pelotudez humana en todo su esplendor. Pero mi tío no ve televisión. Mientras le cuento sobre las series de la actualidad lo escucho respirar con soplidos rasposos del otro lado de la línea. Después hablamos un poco de política.

–Si San Martín se entera de cómo está nuestro país en el siglo 21, se levanta de la tumba y nos caga a todos a rebencazos –dice en un momento.

Me hizo acordar a una publicidad que usaba ese recurso metafórico: los próceres de nuestra historia se aparecían para arrearle una patada en el culo a la gente que despreciab­a las obligacion­es políticas al votar.

–¿Qué solución propone tu filosofía, tío? –le pregunto para sacarle conversaci­ón, pero la respuesta me sorprende.

–No hay solución en ninguna filosofía, pendejo –me dice resoplando–, la solución está en otro lado.

Sueños de libertad

Sé que mi tío en sus años mozos se cagaba a trompadas para defender sus ideas. Lo he visto parado arriba de las mesas vociferand­o, y también fui testigo de cómo se quedó solo como un hongo por decir las cosas que dice; en mi familia nadie se quiere juntar con él.

Pero en este momento siento que la cercanía de nuestra realidad con los escenarios oscuros de esas novelas de las que hablamos le pone los pelos de punta igual que a mí.

–Qué cagada que no usás wasap, tío; los memes que circulan son geniales –le digo para descomprim­ir.

–El problema –dice sin prestarme atención– es que Argentina es a prueba de balas; históricam­ente se suceden gobiernos haciendo cagadas y rompiendo todo, pero a pesar de eso no logran de fundir al país, no lo pueden terminar de romper estos hijos de puta.

Escucho el silencio en la línea y después de unos segundos vuelve a hablar.

–Aunque esta vez los cerdos le prendieron fuego a la granja y me da mucha bronca lo que te voy a decir.

Vivimos aturdidos por la música de los días, una sinfonía de quejas y culpas repartidas, una sucesión de caras repetidas escupiéndo­le excusas a los micrófonos.

–¿Me vas a decir algo sobre la clase trabajador­a, o sobre los movimiento­s sociales? –me anticipo.

–Ma qué movimiento­s sociales ni ocho cuartos –dice taxativo–, ya no queda tiempo de confiar en la magia de caudillos y superhéroe­s, pendejo.

–¿Y cómo salimos?

Otra vez se hace un silencio. Este es más largo, su respiració­n parece un fuelle agujereado.

–Estamos en uno de los momentos más jodidos de la historia –dice casi para sí–; no se me ocurre otra forma de salir que unidos y codo a codo.

–¿Unidos quiénes, tío? –Unidos todos, pendejo: los cerdos, los humanos y todos los putos bichos de la granja, porque si entre todos no tomamos conciencia del problemón que tenemos en la punta de las narices, no la vamos a contar.

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(ILUSTRACIÓ­N D E FAVIO CANDELLERO)
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