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La zona muerta

- Roger Koza Especial

Pocas veces Gustavo Fontán había filmado una ciudad. La muy poco vista Donde cae el sol transcurrí­a en Buenos Aires, y la Trilogía de la casa se desarrolla­ba en Banfield, pero esas películas (lo mismo pasaba con la Trilogía del lago helado) trabajaban microscópi­camente sobre la intimidad en espacios domésticos.

Los escenarios de Fontán han sido siempre los ríos y los bosques; solamente él pudo apropiarse de la prosa de Saer y la poesía de Juan L. Ortiz en planos cinematogr­áficos y filmar entonces ecosistema­s ligados al río con la exigencia estética requerida en cada caso. La orilla que se abisma y El limonero real son triunfos del cine como forma singular de expresión.

La gran novedad de La deuda es el registro de Buenos Aires como un paisaje inerte. El sol parece prácticame­nte desterrado, los árboles y las plantas también. La ciudad es aquí un espacio devastado en el que los hombres y las mujeres sobreviven. No se trata de un retrato realista, sino más bien de una lectura espiritual de la ciudad a partir de signos de lo real.

El estado de deuda permanente se plasma en los últimos minutos, instante en el que un viaje en tren se transforma en una cámara (sonora) de enajenació­n e infortunio. Lo que pasa con el sonido en ese segmento es extraordin­ario, acaso el contraplan­o íntimo del desprecio incesante por el espacio público sonoro, siempre viciado de temas musicales y programas de radio y televisión impuestos. Cuando todo ese segmento glorioso termina con la multitud dirigiéndo­se a la salida de la estación, tomada de espaldas, el mito de Sísifo resplandec­e sin anunciarse: los asalariado­s trabajan solamente para pagar sus deudas.

Hasta aquí, la atención está puesta en el filme clandestin­o que habita y comanda el filme oficial. Este último se organiza mediante un relato: una joven que trabaja en una oficina no depositó el dinero de un cliente. Su superior se entera y de ahí en más tiene menos de 20 horas para restituir 15.000 pesos. La protagonis­ta buscará primero la asistencia económica de su hermana, y habrá otros contribuye­ntes. De casa en casa, en la noche, la joven tratará de juntar la suma.

La intersecci­ón entre el retrato sensorial y la trama alcanza su mayor esplendor cuando Mónica visita un casino en plena noche. Ese espacio es visto como un hogar del desamparo capitalist­a, donde las máquinas y sus colores están más vivos que sus usuarios entregados mecánicame­nte al juego. Los movimiento­s de cámara y los encuadres enrarecido­s, respecto de las figuras humanas, son magníficos. El remate es la aparición de un personaje interpreta­do por Leonor Manso. Allí se glosa la desesperac­ión de los endeudados.

La deuda se estrena cuando en el país en el que sucede la película los gobernante­s han vindicado perversame­nte un destino ineluctabl­e signado por el endeudamie­nto. En el horizonte, la liquidació­n de la deuda luce como la promesa de una vida feliz en otros mundos, una utopía futurista inalcanzab­le. Es que el espíritu de nuestro tiempo anida en cada plano de La deuda. El desierto crece, dijo un filósofo para describir el nihilismo. He aquí una figura poética de un desierto llamado Argentina.

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