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La voz que sigue alumbrando

Hoy se cumple una década de la muerte de Mercedes Sosa, una artista indispensa­ble de la música argentina. Su figura sigue siendo parte de un presente que no cesa.

- Alejandro Mareco amareco@lavozdelin­terior.com.ar

Cuando habló de las miradas como único espejo de la verdad, sus ojos pequeños, casi rasgados sobre su rostro indoameric­ano, miraron desde la fragilidad más íntima.

–Soy una mujer triste –dijo. Era una siesta plomiza de invierno en Córdoba. Recién estaban despuntand­o los años ‘90, pero el alborozo de la primavera que recuperó los brotes de la democracia y las libertades para ser, estar y cantar en la patria, parecía una estación muy lejana.

El país estaba atravesado de crisis y fantasmas, y Mercedes Sosa, que había sido el imán de multitudin­arios recitales que retrataron la resurrecci­ón del ánimo argentino y el final de la dictadura, se sentía una mujer fatigada y triste. Acababa de cumplir 56 años.

“Nada de lo que me suceda en la vida me va a poder consolar por haber estado tanto tiempo fuera de mi país”. Esa era la tremenda cuenta en la que había caído. Los días del exilio en los que fue “una loca dando vueltas con el bombo y una valijita”, le habían dejado heridas tan hondas que resumían todos los dolores de vivir.

Mercedes Sosa era su tierra misma hecha materia humana y canto elemental. Y sin su tierra bajo los pies, todo era abismo.

Pero los fantasmas se rendían cuando cantaba: su voz, su instrument­o con el que abría los pechos, hacía que su alma se volviera más poderosa que cualquier acechanza. Ella lo sabía y bajo ese amparo se guarecía: por eso cuidaba la salud de sus emociones.

La honradez de sus emociones era lo decisivo de su canto. Enorme caudal, afinación certera, claridad fonética, color intenso y plena…Todo eso bastaba para ser una intérprete extraordin­aria. Luego, el fraseo con que ponía todos esos atributos en el sentido conciencia de las palabras que pronunciab­a, la sensibilid­ad precisa en las historias que cantaba, la ascendían a una dimensión artística única

Mercedes Sosa era, sobre todo, una alumbrador­a. Podía hacer que una canción fuera descubiert­a, incluso revelada a pesar de haber pasado por otras bocas.

El canto popular tiene razones que sólo el corazón conoce, y no hay marcas más profundas que las que la emoción deja en la humedad de los sentidos, en la conciencia de estar vivo y ser parte de un pueblo, de una manera de sentir.

Era hija de la voz del pueblo que se eleva y se eleva, que despliega las alas de todos, que llega a los corazones porque parte desde el corazón de las canciones, del sentimient­o que las hizo ser paridas en un estallido de luz creadora.

Y se elevó alto. “La Negra”, como el afecto popular la nombraba, llevó el testimonio criollo de los sentimient­os, de la vida, de la lucha de su pueblo en un inmenso ramo de zambas, chacareras y tantas otras maneras de contarnos cantando. Lo llevó incluso a sitios y auditorios a donde no había llegado.

Tiempo y destino

Todos los reconocimi­entos que recibió fueron también, por traslación, para el canto popular argentino. Su condición de intérprete puso de relieve a los poetas y compositor­es más inspirados. Para los autores argentinos, que una obra propia pasara a formar parte del repertorio de “la Mecha” representa­ba toda una realizació­n. Su muerte, entre otras cosas, dejó a los compositor­es sin ese sueño común.

Fue también “La voz de América latina”, por consenso de sus pares del continente. Asumió además una condición maternal artística que cobijó a una inmensa cofradía de músicos populares latinoamer­icanos.

Esa pequeña humanidad que en los últimos años se quedaba sentada

MERCEDES ASUMIÓ UNA CONDICIÓN MATERNAL ARTÍSTICA QUE COBIJÓ A UNA INMENSA COFRADÍA DE MÚSICOS POPULARES LATINOAMER­ICANOS.

bajo las luces, sutil como un suspiro frente a la ansiedad de miles de miradas, era una mujer cargada de tiempo y de destino. Y verla, sentirla cantar en un escenario, siempre desataba un turbión de sensacione­s conmociona­das; era confirmar toda su verdad de cantora, su capacidad de portar y repartir sentimient­os.

Aquel 5 de octubre, día siguiente al de su muerte, al cabo de una peregrinac­ión que la acompañó hasta el centro del cementerio de la Chacarita, Mercedes se convirtió en parte del aire. Así como había sido parte del paisaje, de la luz y de la lluvia, su cuerpo evaporado ya no ocupaba un lugar y un tiempo, sino que se había vuelto un asunto de cada respiració­n.

En aquella primavera, todos perdimos algo: Mercedes Sosa. Al final de tanto andar y de cantar, “la Negra” se iba de la vida convertida en una coincidenc­ia nacional.

“Los artistas populares somos frágiles y poderosos; convocamos a miles de personas pero también nos sentimos solos y asustados”, dijo en aquella siesta de invierno. –¿Le teme al olvido?

–A veces sí y a veces no tanto. A veces me siento sola y necesito algún gesto que me aleje del fantasma del olvido. Pero, claro, es lo que sucede con los artistas: un afán permanente por no morir del todo.

10 años después de su muerte, en

SU VOZ, SU INSTRUMENT­O CON EL QUE ABRÍA LOS PECHOS, HACÍA QUE SE VOLVIERA MÁS PODEROSA QUE CUALQUIER ACECHANZA.

el umbral de esta húmeda melancolía de octubre, canta Mercedes: “Romperá la tarde mi voz, hasta el eco de ayer” (Zamba para mi muerte, de Hamlet Lima Quintana).

Ni la tarde ni la muerte han quebrado su voz. Ni la ha vencido el olvido: cada vez que canta, se alumbra y nos alumbra, otra vez.

El canto de Mercedes Sosa no es un eco del ayer, es este incesante presente que nos aferra a una cultura, a una manera de sentir, de vivir, de cantar.

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(ILUSTRACIÓ­N DE JUAN DELFINI)

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