VOS

El partido de los estereotip­os

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

El carnicero abre los ojos con asombro cuando le digo que no me gusta el fútbol. El mercadito está por cerrar y en un rato se juega el clásico argentino, así que es el tema de rigor entre los clientes.

El dato de mi falta de pasión futbolera le llama la atención y entonces indaga más.

Le respondo que en casa es mi compañera la que no se pierde los partidos porque es hincha fanática de River, y su asombro inicial se convierte en desconfian­za.

–Pero vos también lo vas a ver, ¿o no?

–Msé, me da lo mismo –le digo mientras le señalo cuál es el hueso que quiero llevar para el perro–; el tele va a estar prendido porque ella no se lo pierde ni en pedo.

El hombre hace girar un par de veces el fémur sobre el mostrador para sacarle unas grasitas, después lo pone en la balanza y le guiña un ojo a otro cliente.

–¿Y en tu casa a vos te toca hacer las compras y ver programas de cocina? –comenta.

Todos se ríen. Yo también, pero mi risa suena como un soplido tipo corneta que no se entiende si es genuina gracia o un amague de tos.

–¿Qué más va a llevar la doñita? – me dice el carnicero haciéndose el pícaro.

Por unos segundos tengo el impulso de decirle “no sea pelotudo, hombre grande”, o cualquier otra cosa que ponga contra el rincón sus paradigmas taxativos sobre qué le correspond­e a cada género.

Incluso me sale el impulso de hablar de deconstruc­ción y esos temas que están de moda, pero me doy cuenta de que no tengo energía para discutir, y que lo único que voy a lograr es pinchar el clima de entusiasmo que reina en el lugar.

Igual me jode pasar de ser un cliente normal a convertirm­e en una anomalía digna de atacar con bromas sobre roles estereotip­ados.

El chiste fácil, el lugar común, ¿hasta cuándo voy a permitir que esto ocurra sin defenderme como correspond­e?

–Con eso está bien, m’hijo – respondo fingiendo voz aflautada para festejar su humorada–, hágame la cuenta así me voy a cocinar.

Celebrar la normalidad

En las redes sociales son todos paladines de la justicia.

La gente comparte mensajes para tomar conciencia, participa con virulencia en los debates sobre temas sensibles y escribe con mayúsculas y muchos signos de admiración cuando se enoja.

Hoy esos ámbitos ofrecen posibilida­d como nunca antes para tratar temas y lograr consenso, pero elegimos usarlos como campos de batalla en los que estamos listos para saltarle al cuello a los demás.

Me da fiaca hacer lo mismo en la vida real.

–Yo tengo un primo al que tampoco le gusta el fútbol porque es medio rarito –comenta el carnicero guiñándole un ojo a un flaco que está eligiendo verduras.

El flaco se ríe. Yo vuelvo a soltar un soplido tipo carcajada con tos.

–…prefiere ver a los jugadores antes que el partido, no sé si me entendés –agrega.

Por un instante imagino que me paro encima del mostrador y zapateo sobre sus milanesas recién hechas y le pateo los chorizos colgados. Cuando me enojo me pongo en modo vegano.

–A tu primo le gusta ver guasos – comenta el cliente de las verduras riéndose de manera exagerada, y yo imagino que pego un salto desde el mostrador y le meto una patada voladora en los dientes a él también.

En lugar de eso respiro profundo y la dejo pasar. A esta altura del partido sé que hay batallas perdidas, y que muchas veces lo mejor es quedarse en el mazo.

Aprendí eso con un tío cuya homofobia me taladró el cerebro en mi adolescenc­ia.

A él le encantaba hostigarme por mi look, y se le había puesto que yo “tenía algo raro” porque me había dejado crecer las mechas en la cabeza.

–Los que se dejan el pelo largo es porque andan buscando alguien que les peche los vagones –decía siempre en algún momento para incomodarm­e.

En cada reunión familiar dedicaba unos minutos para llevarme aparte y aleccionar­me sobre las bondades de la colimba y la importanci­a de mostrarse varonil ante las mujeres para no quedarse soltero como un mariposón.

Para él, la homosexual­idad (masculina) era uno de los grandes males de este mundo.

–Están en todos lados –decía–, los putos nos invaden porque quieren que la raza se extinga.

Su teoría nunca me cerró porque el número de putos per capita en su entorno era nulo, así que no había señales de tal invasión. Y tampoco me convenció nunca esa demonizaci­ón de los gustos sexuales fuera del canon, en principio porque jamás conocí a nadie homosexual que fuera ni la mitad de agresivo que él con sus teorías conspirati­vas y sus burlas crueles.

Para todos, mi tío era un tipo bonachón, familiero y macanudo. Para mí era un salvaje ensañado que me dejaba las bolas por el piso con su insistenci­a.

–Cortate esas mechas, haceme el favor –me decía cuando se despedía–, le hacés pasar vergüenza a tus pobres padres con esa pinta de puto.

Siempre lamenté que mi tío no alcanzara a ver cómo aprobaban la ley de matrimonio igualitari­o, la prueba más evidente de que sus sospechas de una desgracia mundial eran infundadas.

Se la perdió porque unos meses antes de que saliera la ley le dio un bobazo en una discusión de tránsito.

Cuadrado al cuadrado

Cuando nació mi hija mayor –y por insistenci­a de los abuelos– nos pusimos en campaña para bautizar a la criatura.

Yo no quería, pero los mandatos tiran más que una yunta de bueyes.

–Es un angelito, no tiene la culpa de que vos estés descarriad­o –me dijo una vez un pariente, y finalmente accedí para no tener que escuchar más estupidece­s.

En el entorno familiar había un pánico generaliza­do ante la posibilida­d de que la criatura quedara sin cobertura religiosa, así que tuve que hacer a un lado mis diferencia­s con la iglesia y empecé a buscar sacerdotes.

Ahora que lo pienso, no encuentro muchas diferencia­s entre la tozudez del carnicero, el cubismo cerebral de mi tío homófobo y el fanatismo hipócrita de mis parientes que te tratan mal porque no te arrodillás ante la doctrina que les queda más a mano para rezar.

El problema de bautizar a nuestra hija fue que los curas (que son quienes supuestame­nte abren las puertas de las iglesias para que te unas a la cofradía) se negaban a darle el sacramento a la pequeña ya que nosotros, los padres de la niña, no estábamos casados.

–Hasta empresaria­lmente lo que me estás planteando es una pelotudez, padre –llegué a decirle a uno–, les estamos trayendo un fiel más a la comunidad, un cliente nuevo para que incorporen al staff y ustedes no hacen más que poner peros.

No hubo forma. Terminamos bautizándo­la en una capilla serrana con un curita menos obtuso que le dibujó una cruz de óleo en la frente al bebé sin tanta vuelta.

–¡Menos mal, pobre angelito! – dijeron en nuestro entorno, aliviados porque le habíamos quitado a la niña el pecado original.

Sentí genuina pena por mi retoño, me parecía injusto que un bebé tan chiquito viniera al mundo arrullado en semejante entramado de culpas, manzanas mordidas, serpientes enroscadas y gente que interpreta los textos con demasiada literalida­d.

Si algún día mi hija me pregunta por qué la hice de una religión y no de otra, deberé sincerarme y confesarle que a veces hay que ceder para poder vivir en sociedad.

Partido peleado

Mi compañera es fanática de River. Se sabe nombres, fechas, estadístic­as y apellidos de jugadores. Cuando hay un clásico se pone nerviosa, se muerde las uñas, intercambi­a cargadas por el celular con sus contactos que son del otro equipo.

Me da ternura. A veces se encierra en el auto para escuchar la radio y toca la bocina cuando hacen un gol. Me sensibiliz­a su sentido de pertenenci­a, escucharla hablar en plural de los logros del equipo.

Una vez, al comienzo de nuestra relación, le regalé entradas para la cancha cuando su equipo vino a jugar no sé qué partido importante a Córdoba.

Y a mí que no me gusta el fútbol y que de lejos no veo un sorete sin los lentes, me gustó la experienci­a antropológ­ica de semejante quilombo de papelitos, cánticos y frenesí colectivo.

Igual lo más lindo fue verla contenta con el resultado (su equipo ganó).

Pienso en eso y antes de salir de la carnicería manoteo de una góndola un paquete de maní pelado y un porrón de la heladera.

–Bueno –dice el carnicero–, por lo menos una birra como la gente normal te vas a tomar.

En lugar de una respuesta filosa o una puteada florida me vuelve a salir un soplido nasal que no llega a ser risa.

Me siento mejor cuando salgo del local con mi bolsa de compras, pero alcanzo a escuchar que el otro cliente dice “fijate vos si a éte no le va a gustar el fúbol, te debe estar boludiando”.

Camino de regreso a casa pateando piedritas, escuchando el canto de los pajaritos y riéndome solo: si se llegan a enterar de que no tomo alcohol y de que la cerveza y el maní son para mi chica, ni me imagino qué pueden llegar a pensar.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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