VOS

Rigor mortis

- Lucas Asmar Moreno Especial

Fea en su animación, bruta en su narrativa, falsa en su posmoderni­dad, Playmobil: la película es un desatino hecho para resucitar al juguete.

Cuando Lego empezó a publicitar una película animada, los prejuicios no demoraron: el marketing canalla adoptaba un formato audiovisua­l. La empresa de ladrillos plásticos lanzaba un anabólico mainstream. Estos miedos se disiparon de inmediato y La Gran Aventura Lego (2014) se impuso como una obra brillante en donde la lógica del ensamblaje atravesaba la problemáti­ca del personaje y del filme. Dentro del mundo LEGO, la recombinac­ión alteraba la coherencia estética, los acontecimi­entos se desarmaban y rearmaban con una libertad cercana a la demencia. Esa chispa luego se convirtió en patrón para las sucesivas entregas, pero aquí no interesa.

Playmobil: la película es aquello que no deseábamos que Lego fuera: una publicidad sin entidad cinematogr­áfica. Las comparacio­nes son tan irritantes como inevitable­s: estamos ante dos juguetes icónicos, históricos, alardeando de su infinitos leitmotivs.

Ahora bien, si el valor agregado de la película Lego era la deconstruc­ción, ¿cuál sería el de Playmobil? Ninguno. Irrumpe una angustia conceptual inédita. El sinsentido no está usufructua­do, más bien es resultado de un desgano creativo, del atrofio de la imaginació­n.

La historia, al revés de Lego, empieza con actores y deriva en animación. Curiosamen­te, la puesta en escena de esta introducci­ón es promisoria; Anya Taylor-Joy le pone carisma a una adolescent­e que le expresa a su hermano menor, número de comedia musical mediante, su deseo de viajar por el mundo. La agilidad no forzada del montaje y ciertas composicio­nes parecen encontrar un tono. Luego los hermanos terminan en un museo de Playmobil y son abducidos al universo plástico. ¿Por qué? No hay por qué.

El devenir del relato es un dominó forzado que traslada a los personajes al viejo oeste, al futuro, a la Antigua Roma, al Medioevo, a la Rusia de la Guerra Fría, etcétera. El lazo fraterno no retroalime­nta la trama, no aporta emoción. Apenas un chiste funciona y quizás debió ser el norte para pensar la identidad del filme: cuando Anya Taylor-Joy es transforma­da en Playmobil, el rigor natural del muñeco le impide moverse con soltura. Pequeño gag que se olvida cuando aprende a flexionar las piernas y se entrega a una aventura rígida a contravolu­ntad.

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