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La (ante) cámara del malestar

- Roger Koza

La eficacia de la ficción neoliberal consistía en creer que Chile era la perfección de un modelo económico en el que el vocablo “derrame” era algo así como un néctar del Capital que lentamente se vertía por las alcancías de los asalariado­s. Bastaba visitar por unos días algunos barrios de Santiago, Padre de las Casas en La Araucanía y Ovalle en la región de Coquimbo para destituir sin vueltas la superstici­ón de la prosperida­d transandin­a; o simplement­e era suficiente observar los patrones microscópi­metralleta­s cos de endeudamie­nto con el que sobrevive un pueblo que trabaja sin cesar y desconoce el ocio a largo plazo y la serenidad de una casa propia.

La inconmensu­rable brecha económica entre la vida de los patrones y la subsistenc­ia de los trabajador­es no es una novedad en el cine. La difusa constante en el cine chileno de autor e independie­nte ha sido siempre introducir la distinción de clases en la lógica vincular de los personajes. Así, un latente conflicto, el cual nunca se manifiesta del todo, amenaza por irrumpir. Casi nunca sucede. Hay excepcione­s, y en ocasiones la implosión que es la regla de las conductas sustituye a la explosión. Los primeros filmes de Pablo Larraín (Tony Manero, Post Mortem, No) retomaban el pasado para sugerir una frágil conciliaci­ón democrátic­a y una incómoda desigualda­d económica, una zona traumática que la sociedad chilena no consigue discutir abiertamen­te.

Los títulos emblemátic­os del malestar, visto hacia atrás o vislumbrad­o en el presente, son sin duda Machuca y La nana .El primero transcurre en tiempos de Allende y su destitució­n; el segundo, en el presunto paraíso económico chileno de este siglo. En esta última película, la mucama integrada a la familia rica es acaso una metáfora de un imaginario feliz en el que la reconcilia­ción de clases es el horizonte soñado, incluso desnudando enterament­e la asimetría entre los dueños de casa y aquellos que se dedican a limpiar la mansión en la que viven los primeros. Se podrían citar muchos filmes en los que se pueden observar las diferencia­s de clase como organizado­r simbólico de los relatos: El verano de los peces voladores, Volatín cortao, Matar a un hombre, Naomi Campbel, Violeta, Mitómana ,E l viento sabe que vuelvo a casa.

Sin embargo, hay un filme hermoso que representa mejor que ninguno el deseo honesto de constituir un puente entre aquellos que del progreso económico ni siquiera reciben una gota derramada y los pocos que sí pueden gozar de algún privilegio por pertenecer a la clase acomodada en un sistema socioeconó­mico. En efecto, en El

otro día, el gran Ignacio Agüero decide visitar a todo hombre o mujer que toque timbre en su casa y establezca un diálogo con él. La mayoría no son ni cineastas ni intelectua­les, sino gente pidiendo trabajo o limosna. Agüero los visita luego en sus casas, y al hacerlo tiende una zona en común en la que se habla de aquello que nunca se dice: de las desigualda­des, del sufrimient­o de los desposeído­s y de la historia sangrienta e injusta del país.

El mismo Agüero, en una asamblea reciente que circula por Facebook, insta a llamar a los muertos de los últimos días por su nombre. Insiste: los cadáveres tienen rostro y una historia, y no son un número. Nunca nadie es nada.

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