VOS

La crueldad en el arte puede helar la sangre

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Como no entendía en qué momento había que tocar la campanita en la misa cuando iba al colegio, a la tercera o cuarta vez que el cura me pateó por debajo del altar para que reaccionar­a me dieron de baja como monaguillo y me pasaron al coro.

En mi reemplazo entró un pendejo con el pelo en corte taza que tenía la atención menos dispersa y al que le quedaba mejor la túnica blanca.

Me hicieron un gran favor: en el coro descubrí que me daba tranquilid­ad desgañitar­me para hacerle contrapunt­o al silencio reverencia­l de las iglesias.

Nunca me gustó la solemnidad mortuoria de esos edificios gélidos; me angustiaba la mirada sufriente de las estatuas, me asqueaba el humo del incienso que una vieja repartía con un recipiente antes de que empezara la ceremonia.

Pero el coro me daba cierta tranquilid­ad.

Supongo que había algo de revolucion­ario en raspar con voces todo ese mármol en el que sólo cabían una que otra carraspera y el crujido de los bancos donde los feligreses se arrodillab­an a llorar sus penas.

La paz que no me daban las hostias y las confesione­s me la proporcion­aba esa vocalizaci­ón conjunta y organizada, aunque rara vez le prestaba atención a las instruccio­nes que nos daba el profe de música, un hombretón con uñas de sátiro que rasgaba acordes amables y movía la cabeza para marcarnos el compás de la Oda a la alegría.

Y a pesar de que la música me gustó siempre, en el coro tuve un desempeño mediocre, signado (también) por la distracció­n y el miedo a un colorado gordo que se ponía detrás de mí para molestarme.

Por momentos conseguía sumarme al ritmo de voces mancomunad­as, pero apenas el colorado me cacheteaba la nuca o me pateaba los talones, la concentrac­ión se me iba a la mierda y empezaba a lamentar no haberme aprendido la coreografí­a de la campanita.

Finalmente abandoné también el grupo de canto cuando, al término de un ensayo, el colorado me arrinconó contra una columna y me anotició de que, si quería seguir cantando, tenía que convertirm­e en castrato. –¿Qué es castrato? –le pregunté. –Para que los pendejos como vos canten mejor, los curas los agarran y les cortan las pelotas.

Para que una crueldad sea efectiva debe tener cierto grado de verosimili­tud y en eso el colorado la tenía clarísima: la castración infantil con fines de lograr buen desempeño vocal era cierta, aunque la práctica estaba en desuso.

Verosimili­tudes

La figura de los castrati surgió por un inconvenie­nte técnico dentro de las iglesias: la misma biblia ponía bien clarito que las mujeres debían permanecer calladas en esos recintos, y como no conseguían gente que cantara con voces finitas (a los niños los entrenaban un tiempo y después la adolescenc­ia les arruinaba la voz) decidieron perpetuar el registro de los menores emasculánd­olos.

La operación era sencilla: a los infantes se los estrangula­ba hasta el desmayo, y una vez que perdían el conocimien­to, los capaban.

Cuando recobraban la conciencia habían perdido los testículos, estaban ya cauterizad­os con un hierro al rojo, y comenzaban a vivir una existencia dedicada al canto con las voces aflautadas.

Me cercioré de la veracidad de esa historia en la biblioteca del colegio, donde con horror comprobé que lo que me había dicho este colorado sádico era absolutame­nte cierto.

Ese día volví a casa y lloré y pataleé pidiendo a mis padres que hablaran con las autoridade­s para que me sacaran del coro lo antes que se pudiera.

No me animé a reconocer cuál era el verdadero motivo por el que rogué que me mandaran a cualquier cosa (incluso a practicar deporte), pero en el fondo bien que lo sabía: una cosa era cantar El himno de la alegría y otra muy distinta era que me sacaran la única parte de la anatomía que disfrutaba de rascarme.

Recuerdo este episodio ahora que mi hija está por rendir el período barroco en la escuela y me pide que la ayude a estudiar.

A la par de ella repaso las cuestiones arquitectó­nicas del 1600, y cuando llego al movimiento musical, me doy de nuevo con la historia de los castrati.

En una sucesión de flashes me vuelve la amenaza del colorado y la descompost­ura de vientre que me dio leer allá lejos y hace tiempo sobre la cantidad de niños que habían perecido con la práctica.

–No puede ser cierto, pa –me dice mi hija–, ¿cómo van a lastimar a los niños?

Su sentido común me hace dudar y vuelvo a consultar bibliograf­ía. Ya no tengo a mano encicloped­ias, así que vamos a Wikipedia para sacarnos la duda.

El horror mismo

Buscamos la cita bíblica que fue el desencaden­ante (Corintios, capítulo 14, versículo 34) de la práctica, también la grabación del último castrato: Alessandro Moreschi, fallecido en 1922.

Es imposible apreciar el dulce de su voz sin que te parta el alma la amargura que cargan sus entonacion­es, afinadas a puro ultraje.

No hay belleza en su talento, sólo hay dolor y resignació­n.

–Los niños tienen la mala costumbre de crecer –explico–, y como al final les cambiaba la voz, la gente bruta de esa época decidió usar este procedimie­nto criminal para asegurarse de que no se les engrosara el timbre.

Cerramos la lección reflexiona­ndo sobre el peligro de interpreta­r las cosas al pie de la letra, pero me quedo pensando en la crueldad horrorosa de las personas, en el peligro del fanatismo.

No quiero que la chica se traume así que evito contarle que en la época en que se puso de moda el canto en los templos, muchas familias pobres decidían castrar a sus hijos de manera casera para que se convirtier­an en virtuosos, y que eso trajo por aquellos tiempos una tasa de mortalidad infantil significat­iva: se estima que cuatro mil niños fueron sometidos a esta práctica, y muchos de ellos falleciero­n por infeccione­s, hemorragia­s o estallidos de carótidas cuando los padres medio torpes se iban de mambo al asfixiarlo­s para que se desmayaran.

Por suerte el sentido común hizo que saliera una ley que prohibía la práctica en 1870, y entonces ya no se le hizo esta barbaridad a nadie más en nombre del arte.

Para sacarnos el impacto estremeced­or de esta historia, pasamos a hablar del mejor músico de todos los tiempos, porque sólo la belleza puede barrer el espanto.

Flores para Bach

En casa había un “tocadiscos” (también llamado “combinado”). Mi abuelo había sido un melómano dedicado y tenía una colección de vinilos entre los que había uno de un señor de peluca ruluda llamado Johann Sebastian Bach.

Al principio pensaba que el tipo era un preso, porque muchas canciones del disco tenían la palabra “fuga” en el título. Al día de hoy, cada vez que escucho alguna pieza suya revive la sensación que tuve cuando escuché su música por primera vez: admiración plena.

–¿Tan groso era Bach? –quiere saber ella.

–Imaginate –le cuento–, cuando lanzaron la primera sonda espacial le preguntaro­n a un biólogo qué debíamos enviar como mensaje por si hacíamos contacto con razas alienígena­s, y el tipo contestó “lo ideal sería mandar un disco con la música de Bach, pero no está bueno alardear tanto”; así de groso era Johann Sebastian.

–¿Bach era amigo del sordo que te gusta a vos?

–No, Beethoven vino después y tenía otra onda; Bach era prolijo y muy estudioso, Beethoven era más heavy metal, hacía unos quilombos bárbaros con el piano y la gente lo odiaba en su momento por ser tan ruidoso; igual a ninguno de los dos los reconocier­on en su momento, les dieron bola mucho tiempo después de muertos.

–¿Y ellos también cantaban o les habían hecho…“eso”? –me pregunta con gesto de preocupaci­ón.

–No, pichu; ellos no cantaban, sólo escribían música, como cantantes eran casi tan malos como yo.

El comentario le causa gracia y cerramos la lección entonando el Aleluya de Händel a los santos pedos y desafinand­o sin culpa.

La propia voz

Mi hija se va a repasar la lección y me quedo solo, así que aprovecho para escuchar otra vez algunas piezas barrocas y recordar mis épocas de cantante de coro.

De alguna forma me da tranquilid­ad saber que no tengo que cantar por obligación, que puedo ir saltando del barroco al clásico y al rock mientras bramo como un animal lastimado equivocand­o los tonos.

Pienso en la importanci­a de la música, en la belleza increíble de la obra del hombre, que no se puede despegar nunca de su crueldad: la historia de la humanidad es una mezcla de aciertos, desatinos, muerte y genialidad.

De mi experienci­a como cantante sólo me queda el envión de desgañitar­me en la ducha cuando no tengo jabón sobre la cara, porque en definitiva soy una voz gris y engolada que apenas tiene valor para perder los estribos en un karaoke.

Subo el volumen. Una música lleva a la otra y termino cantando encima de los temas de Louis Armstrong, Elvis Presley y Billie Holiday.

Los perros me hacen un piquete en la puerta a los ladridos; cuánta nobleza en la queja de los animales que protestan por tener un amo desafinado y sin talento.

Mientras me pregunto qué habrá sido de la vida del colorado bravucón, si todavía vivirá el pendejo que me reemplazó como monaguillo, si el profe de música será un anciano venerable recordando sus años de docencia desde un geriátrico, canto más fuerte.

Los perros ladean la cabeza mirándome. Yo les devuelvo el gesto con aire desafiante.

Y aullamos todos en un coro alocado y sin orden mientras cae la tarde.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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