Los neuróticos de siempre
El nuevo filme de Woody Allen, “Un día lluvioso en Nueva York”, vuelve con ligereza y cierto encanto a la cosmovisión del director.
Una joven estudiante de periodismo viaja con su novio adinerado a Nueva York para realizar una entrevista a un director de cine. El viaje no promete mayor vértigo que el que puede suponer hacer hablar a un artista de su obra y disfrutar de una de las ciudades más estimulantes del mundo. Ese es el plan de los personajes, no el de Woody Allen para ellos.
La querible e insípida ligereza del relato y una cierta libertad general prodigan, inesperadamente, algunos encantos y alguna que otra clarividencia de un neurótico que sufre menos si no deja de filmar. Es así que, desde que llegan a Nueva York, Gatsby se dejará guiar por el azar mientras que Ashleigh acompañará por un rato al entrevistado, seguirá con otro famoso de la industria del cine y terminará en la casa con el actor latino del momento. Lo que sucede poco importa, porque todo carece de un peso dramático específico y cada escena está al servicio de sumar gags de todo tipo.
El existencialismo cómico de otras décadas, que le dispensó prestigio a Allen, sobresale como un remedo del tiempo en el que fue una referencia intelectual del cine, acaso un inconfesable beneficio, porque muchas de sus películas más placenteras son las que no pretenden explicar las madejas de la psique como si una escena fuera el complemento de un diván.
Las criaturas de Un día lluvioso en Nueva York son arquetípicos neuróticos de clase media, sujetos que no consiguen del todo disfrutar de los actos cotidianos y de satisfacerse con aquellos que han elegido. Los sentimientos son inestables, las profesiones también, y, para los neuróticos de Allen, todo eso significa irremediablemente una cuota de sufrimiento absurdo del que se desprende lo irrisorio.
De los 47 largometrajes de Allen, Un día lluvioso en Nueva York lejos está de transformarse en un filme indispensable. Quizás justamente por eso posee un interés moderado: cuando un artista no se siente exigido, sus obsesiones se expresan con menos acrobacias dialécticas y mayor austeridad estética. La cosmovisión es la de siempre y se trasluce sin más: el mundo es demasiado banal, la vida en sí carece de sentido, pero esta es aceptable si se encuentra a alguien con quien compartirla.