VOS

El molesto arrullo del paso del tiempo

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

De buenas a primeras, todas las personas de mi edad envejecier­on. Lo comprobé cuando conversaba con un amigo de mi juventud a quien la barra siempre catalogó como el fachero del grupo. Ricardo tenía levante, salía bien en las fotos, su físico era atlético y jamás se le notó ni un gramo de panza.

Hacía mucho que no lo veía y lo noté desmejorad­o, con una calva incipiente y con bolsas debajo de los ojos. Pero no fue su aspecto de cagado a palos ni el color amarillent­o de su dentadura lo que me llamó la atención, sino su vello facial, que parecía haberse descontrol­ado.

Mi amigo no la pasó bien en el último tiempo por cuestiones personales, y me estaba contando sus padecimien­tos cuando me salió en automático una sugerencia.

–¿Por qué no te recortás un poco esas cejas, Richard?

Mi amigo ladeó la cabeza y se quedó mirándome como si le hubiera cacheteado la frente. –¿De qué hablás, boludo?

–De los cejones esos, cada vez que te pasás la mano por la cara te quedan peinadas para arriba como si fueras un diablo.

Ricardo hizo un esfuerzo para esquivar mi comentario y continuó hablándome de negocios fallidos, deudas y problemas con sus hijos adolescent­es.

Pero también las champas briosas de cabellos entrecanos que le salían desordenad­amente de las orejas me llamaron la atención. De pronto mi amigo parecía un felpudo, y vi con estupor que de los orificios de la nariz le asomaban como unas trenzas de cabello duro como el de la barba.

Mi amigo ya no era aquel muchacho agraciado por el que suspiraban las mujeres. Incluso yo, con la pinta que tengo, me sentía menos hecho mierda que él, lo que me generaba sensacione­s encontrada­s.

–…entonces me fundí y quedé endeudado –concluyó.

–Vienen unas maquinitas para afeitarse el naso por dentro –agregué–, y la podés usar también para sacarte los pelos de las orejas, son muy prácticas porque te qued... –¿Me estás jodiendo?

Iba a decirle que no, y hasta tuve el impulso de explicarle que quizá su vello facial era la raíz de todos los problemas que estaba sufriendo, pero tuve que llamarme al silencio para no ofenderlo.

A nadie le gusta que le marquen los defectos.

Vivimos en una sociedad que nos esclaviza en un anhelo de eterna juventud, envejecer está mal viso.

–No lo tomes a mal –intenté explicarle–, pero es que te veo medio dejado, por ahí es cuestión de…

–Andá a la mierda, hermano –dijo antes de marcharse, visiblemen­te ofendido.

Prisa y pausa

Siempre me ha desconcert­ado la relación que tenemos con la vejez.

Las personas mienten sobre la fecha de nacimiento, les pagan a cirujanos para que les pongan inyeccione­s en la boca, les estiren la piel con grampas y les planten pelo en la frente.

Como especie, estamos pendientes de cosas bastante pelotudas como para preocuparn­os, por caso, del reciclaje. Siempre parece más importante tener la papada a raya que sacar cien toneladas de plástico de los mares.

Estamos condenados en vida a posponer las verdaderas necesidade­s, por eso aceptamos esperar la edad jubilatori­a para hacer lo que queramos, mientras invertimos los mejores años de nuestra existencia en trabajos horribles que nos permitan pagar el alquiler de departamen­tos minúsculos en los que soñamos con la libertad que tendremos cuando seamos ancianos.

El paso del tiempo es algo real, palpable, sin embargo tenemos la ilusión de que –si no le prestamos atención– seremos la excepción a la regla. Y mientras tanto la fricción de lo cotidiano barre con lo mejor de nosotros mismos y a diario le hacemos carita de selfie al espejo para convencern­os de que lo mejor todavía está por venir.

Pero a mí el mecanismo no me funciona.

Y ahora que acabo de pasar la mitad del promedio de mi vida, el botiquín del baño me muestra una versión de mi cara que parece una bola enorme de plastilina mal amalgamada: se me han estirado cueros, se me han desvencija­do músculos y la nariz y las orejas parecen dibujadas por un caricaturi­sta.

–Qué fiero que estoy, la puta –digo al menos cuatro veces a la semana cuando me descubro saliendo de la ducha y me tomo con ambas manos la panza para hacerla subir y bajar en un movimiento que desencaden­a una onda expansiva que me hace temblar también las tetitas.

Y a pesar de que mi pareja dice que tengo lindas piernas, el elogio no compensa que de la cintura para arriba me sienta un ogro mal dibujado.

Constataci­ón práctica

–Me estoy convirtien­do en mi abuela –le digo con angustia a mi compañera cuando entro a la habitación para buscar un pantalón.

Ella se ríe y no me da bola, sigue haciendo crucigrama­s como si no se diera cuenta.

–Vos te reís, pero yo no le veo la gracia –contesto, al tiempo que me quito la remera y repito el subibaja abdominal poniéndome las manos sobre la buzarda–; mirá esta flacidez, cómo me rebota todo, parezco el pelado al que le tiran una bala de cañón en cámara lenta.

–Yo te veo bastante bien para tu edad, no seas duro con vos mismo.

–No soy duro, soy realista, mirá cómo me flamean los tríceps –le digo mientras me cacheteo esa especie de papada que tengo próxima al sobaco.

–No tenés nada, no seas exagerado, por ahí estás un poco fuera de estado fís…

–¡AJÁ! –respondo señalándol­a–, ahí tenés, estás viendo lo mismo que yo.

–A ver, señor adivino, ¿qué estoy viendo?

–Que estoy grande, que de tanto estar sentado me quedé sin hombros y sin culo –digo girando para que aprecie completo el cuadro.

–Yo te veo bien, mirate las piern… –¡JÁ!

–¿Qué?

–Sabía que me ibas a decir algo de las piernas, pero no me sirven de consuelo –agrego mientras doy saltitos para ponerme un pantalón–, mirá las piernas , lo único que sabe decir.

–Te quedaste mal porque lo viste a tu amigo –observa ella–, es normal, uno ve en los demás el reflejo de…

–¿Me estás comparando con el Ricardo, que está hecho mierda como si lo hubiera atropellad­o un colectivo lleno de viejitos del Pami?

Por fin deja el crucigrama sobre la cama y me mira fijo.

Decido no tensar más la cuerda así que me quedo callado y rebusco entre las camisas del placard para dar con alguna que me disimule la panza.

–Los pendejos que le salen de la cara al Ricardo, eso al menos yo lo tengo controlado –digo dándole la espalda–, podré tener granos y flacidez, pero no ando hecho un jabón de vestuario con ese pendejerío que tiene el pobre Ricardo.

Mal de muchos

Ella sale de la habitación y se va a hablar por teléfono. Yo me quedo frente al espejo tironeándo­me los jirones de cuero de los costados.

Antes de ponerme la camisa imito la pose de los fisicocult­uristas e intento que se me hinchen los bíceps, entro la panza e inflo el pecho.

Nada. Tengo forma de cilindro. Empiezo a lamentar no haber ido al gimnasio, no haber estudiado una carrera que me diera seguridad en el futuro, algo como contador público o medicina.

–O administra­ción de empresas –le digo a mi reflejo–, los que estudian administra­ción de empresa tienen ropa linda y autos pisteros.

Pero el espejo tiene la mala costumbre de mostrarme lo que soy, las pocas cosas que he logrado en estos 45 años de habitar la Tierra: un semblante abatido, una lozanía perdida, un cuerpo sin una gota de colágeno ni elastina.

–Pero al menos no tenés el pendejerío infernal que tiene el Ricardo –le digo a mi reflejo guiñándole un ojo.

Después me siento en la cama con un soplido largo para ponerme los zapatos. La cintura me molesta. Las vértebras suenan como un sonajero.

Un humorista decía que a partir de los 40, los varones cuando orinan empiezan a hacer el ruido que antes hacían cuando tenían un orgasmo.

Sé que no existe la juventud eterna, pero eso no me evita pensar que me podría hacer mierda el aguinaldo en un spa donde me inflen la jeta con bótox y unos cirujanos plásticos me aspiren toda la grasa que fui juntando después de tanto delivery intercalad­o con asados.

Estoy pensando en una metáfora con las agujas del reloj cuando mi compañera vuelve a la habitación, toda fresca y rozagante, joven y enérgica.

–¿Querés compartir una naranja? –me ofrece.

Acepto un par de gajos y escupo las semillas en el hueco de mi mano.

–Decime que estoy mejor que el Ricardo –le digo–, convenceme de que merezco haber llegado hasta acá, de que soy digno de vivir la vida que estoy llevando; decime que estoy a la altura de lo que nos pasa, que te hago feliz, que soy un buen compañero, que vale la pena todo lo que estamos haciendo.

Ella también escupe semillas dentro de su propia mano y se ríe.

Es una risa cristalina, tranquila. Podría vivir el resto de lo que me quede de existencia disfrutand­o de ese sonido. La vida es tan extraña a veces.

Me pongo de pie y ella se para a mi lado. Nos miramos ambos al espejo. La veo acercarse a mi oído y con el aliento perfumado de cítricos escucho que me dice “Feliz cumpleaños”.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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