La distracción de la hipnosis
La idea de un Sigmund Freud joven de barba hipster que resuelve crímenes con la hipnosis suena tan seductora como un primer día de terapia. Emitida originalmente en la televisión austríaca –de allí el añadido atractivo excéntrico de la lengua alemana de sus personajes–, Freud se convirtió en una de las series actuales más vistas de Netflix, ya sea por la influencia local del psicoanálisis, la afición al policial o la distracción forzosa que dicta la pandemia.
Lejos tanto de la fina recreación de Un método peligroso
(el filme de David Cronenberg sobre Jung/Freud) como de la experimentación de época de la serie Masters of sex, Freud se acerca al thriller ya desde sus atmósferas distorsionadas, sonidos perturbadores, cámaras nerviosas o planos torcidos.
Algoritmo de diván
Freud propone así la precuela de la adultez del revolucionario neurólogo en la Viena del siglo 19, entrecruzando sus conceptos rectores con el rastreo de un peligroso asesino. El acople entre el ir y venir del psicólogo entre sus provocadoras declaraciones médicas y sus dotes de Sherlock (avivado por la cocaína), su relación con una médium de telenovela y la asistencia de un policía vengativo anulan cualquier verosímil histórico sin represión ni culpa. En principio estimulante, la combinación se revela pronto un algoritmo hipnótico para el espectador de diván, una casuística de patologías débiles.
Los tics góticos, el erotismo decadente, la galantería de alta sociedad, la miseria clínica, los
flashbacks esotéricos, el terror de asesino serial y la excusa biográfica se ponen al servicio de una ficción parapsicológica que no le hubiera gustado mucho a su riguroso homenajeado. Lo que queda es la fachada, la puerta de ingreso a un universo de inconsciente indemostrable.