Rey tigre.
Miradas opuestas a la popular serie.
Probablemente nunca haya habido algo tan fácil de defender en esta columna como la miniserie documental Rey
tigre, de Netflix. El protagonista es Joe Exotic, “un campesino, portador de armas, con un corte de pelo de los ’80, dueño de cientos de tigres y grandes felinos con los que convive, gay y polígamo”. Listo, esta mirada a favor podría terminar en esta misma oración.
Sin embargo, y mordiéndome los dedos para no spoilear más de la cuenta, ese rebuscado comienzo es sólo el inicio de una historia que le hace justicia a la palabra “increíble” como pocas veces se ha visto.
“Si intentaras escribir esta historia los críticos dirían que es absolutamente inverosímil, pero la verdad a veces supera a la ficción”, afirmó Rebecca Chaiklin, creadora de la serie junto a Eric Goodman. Y se queda corta.
Mutilados, muertes inesperadas (y no tanto), excentricidades con animales salvajes como si fueran gatitos, lanzamientos políticos y llamadas desde la prisión van apareciendo a cuentagotas, mientras nos devoramos uno a uno los episodios, cada vez más atónitos.
Los realizadores tuvieron además un golpe de suerte providencial. El desequilibrado de Joe Exotic es el alumno perfecto de la cultura del entretenimiento televisivo, alguien que deseó toda su vida la fama, y que con las posibilidades de la web se montó a sí mismo con un showman. Tenía registradas más de 30 mil horas de imágenes dentro de su zoológico, y se las cedió a los realizadores. Todo está grabado. Todo es asombroso. Y uno como espectador está siempre sospechando que sea todo guionado, hasta que aparece el propio John Oliver con la misma incredulidad que nosotros.
Montado al ritmo de un espectáculo que se va retorciendo en su propia decadencia, Rey tigre hace del más absoluto de los excesos su última gran virtud.