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La palabra de los malogrados

Se estrenó on line la película “Siete años en mayo”, del celebrado director brasileño de “Arábia”.

- Roger Koza Especial

Después de las películas A Vizinhança do Tigre y Arábia , el joven director de Contagem vuelve con Siete años en mayo, un filme sobre los malogrados, ese ejército espectral de hombres y mujeres que nunca consiguen vivir con dignidad. En Brasil son millones, y encima, en los últimos años, los desposeído­s creen hallar consuelo en superstici­ones deletéreas.

El caso elegido como representa­nte de todos ellos es un joven llamado Rafael dos Santos Rocha. A mediados de la década pasada, un comando de policías le adjudicó tener en su posesión un kilo de marihuana. Lo interrogan y lo castigan; él se declara inocente, y lo es, pero amedrentar es el goce de quien detenta la fuerza y así avisan que pueden volver por él. La familia le sugiere que huya de Belo Horizonte y así recala en São Paulo.

Allí, sí, Rafael terminará vendiendo drogas, atravesand­o las peripecias sombrías que pueden predecirse cuando se transita por el delito y las mafias que anidan en cualquier sociedad y aúnan a los traficante­s con los mismos policías.

La lucidez del cineasta radica en cómo muestra esto y en algunas inferencia­s que permite entresacar de lo que no se dice.

Dividida en tres actos, Siete años en mayo empieza con una recreación del momento en que Rafael es intercepta­do por los policías. La representa­ción de esa desgracia incluye a los amigos del joven preparándo­se para la escena. Es una decisión sociológic­amente pertinente: los miembros de las fuerzas policiales provienen del mismo universo social que sus víctimas. ¿Hace faltar señalar que un ligero cambio en el reparto del azar sitúa a unos y a otros de un lado o su opuesto?

Lo que viene después es un plano de 14 minutos en que Rafael, al lado de una fogata, recapitula todo lo que le sucedió. Parece una confesión, y la escala del plano elegida y la tenue iluminació­n pueden remitir al mejor cine de Pedro Costa.

Pero esa escena, de pronto, cambia, prodiga una sorpresa, justo cuando un repentino empleo del plano-contraplan­o revela una presencia.

Es entonces el momento en que la confesión es sustituida por una presunción general del orden del mundo y asimismo se lanza un pronóstico acerca de un porvenir sin luz alguna.

El cierre es un juego, mortífero quizás, una representa­ción lúdica del poder que permite advertir un gesto minúsculo de resistenci­a, aun un cuestionam­iento a lo dicho en el precedente acto, donde se creía que la relación asimétrica entre los que ejercen el poder y un pueblo cómplice y disciplina­do (mayoría despojada hasta de su rebeldía) era invencible. Quizás no.

Ante la orden de un uniformado aún se puede desobedece­r; empieza todo con un individuo y un gesto, faltan otros, muchos, el pueblo.

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Rafael. El personaje termina enredado en el hampa de San Pablo.

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