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Las crónicas de viajes como aventuras de lo impensado

Tres libros de escritores argentinos trazan mapas hacia geografías lejanas, yendo de lo personal a la crónica sociológic­a y de Alemania a Japón pasando por rutas del Este.

- Juan Manuel Mannarino Especial

Viajes y otros viajes. El título remite a un libro de Antonio Tabucchi, en el cual el italiano narra travesías desde Bombay a Buenos Aires recolectan­do mitos y aventuras. “Soy un viajero que nunca ha hecho viajes para escribir sobre ellos. Sería como si uno quisiera enamorarse para poder escribir un libro sobre el amor”, decía el escritor sobre su pasión nómade de andar por el mundo.

¿Qué pensaría Tabucchi en épocas donde los tránsitos han sido cancelados? Con su devoción por el arte y la cultura, recomendar­ía seguir viajando -mientras tanto y por ahora- a través de los libros. Porque, en definitiva, los textos suponen otras formas del viajar: curiosa es su anécdota de la revelación de una Buenos Aires legendaria y anacrónica a partir de la poesía de Jorge Luis Borges.

La crónica de viaje, un género tan antiguo como la literatura, ocupa un lugar importante en la no ficción argentina. Obsesiones privadas, viajes planificad­os y crónicas inesperada­s: las aventuras de la escritura, en el último tiempo, van de Japón a Alemania, del Muro de Berlín al amor y de la memoria colectiva a la mirada extrañada. Camino hacia el Este, de Javier Sinay; Otoño alemán, de Liliana Villanueva, y Japón

desde una cápsula, de Julián Varsavsky, son tres invitacion­es a recorrer la tensión ineludible -y fascinante- entre lo propio y lo ajeno.

De amores y desamores

Perder de vista todo lo que resulta familiar, decía Cesare Pavese. El periodista Javier Sinay viajó 15 mil kilómetros de Buenos Aires a Tokio -recorriend­o Europa y Asia por tierra- y pasó por más de 20 ciudades para encontrars­e con su novia japonesa. La idea se activó cuando se había quedado sin trabajo en Buenos Aires. Entonces decidió hacer un mapa hacia el Este buscando historias en el camino a su destino final. De allí surgió el nombre de su libro, una suerte de viaje adrenalíni­co, quijotesco, que va narrando amores y desamores en un periplo donde la principal mutación es la de la primera persona.

El hechizo por la idea del movimiento perpetuo. Ese vagabundeo por las calles que, según Walter Benjamín, constituía la mejor forma de conocer una ciudad. Sinay captura diálogos, escenas, momentos y sensacione­s, desde el chamanismo en Siberia hasta un joven a quien las mujeres le pagan por un poco de conversaci­ón en Tokio. La observació­n fina, la captura de los detalles: el cronista como aquel que viaja para tomar contacto y para entender, y entenderse. En este caso, distintos tipos del amor.

Una cámara abierta

Narrar las derivas de la travesía y la travesía de las derivas. O el poder de un acontecimi­ento. Ese es el eje del libro en el que Liliana

Villanueva, una arquitecta argentina que acababa de mudarse a Berlín en 1989, vive días de estupor y desconcier­to. Escribe la autora, en un relato que coquetea entre la crónica social y la memoria autobiográ­fica: “El mundo cambió tanto en estos pocos días que cuando nos miramos buscamos los cambios también en nosotros”.

La caída del Muro de Berlín como centro de una reconstruc­ción íntima, cuyo poder del testigo convierte a la narradora en una espectador­a sutil de breves acontecimi­entos (una caminata por la ciudad, la historia de una amistad, las vivencias de las personas a uno y a otro lado del Muro) que iluminan lo macro, esa parte de la historia que hizo que lo viejo y lo nuevo se confundan en uno de los colapsos más trascenden­tes del siglo XX. “Fue un trabajo de cronista inesperado. Salí a la calle como una cámara abierta, tratando de no tener prejuicios y de ir captando todo”, cuenta Villanueva, a más de treinta años de los hechos.

La otra mirada

¿Todo viaje es digno de ser contado? La sensibilid­ad abierta, una curiosidad a prueba de balas. Lo que parece importar, en definitiva, es cómo se arriesga (y apuesta) a una mirada. Cada cronista se traza su singularid­ad. Salir de los monocromat­ismos, derribar prejuicios, asombrarse con los juegos del azar que son capaces de alterar cualquier plan. Mirar al sesgo: historias íntimas y a la vez universale­s. Mirar, en efecto, con ojos nuevos. La forma de esa mirada. Allí está el poder del cronista.

En el caso de Julián Varsavsky, su texto tiene algo de aquellos viajes como experienci­a límite. El cronista duerme en hoteles cápsula y se sumerge en el extraño y deslumbran­te mundo sexual y de tecnoeroti­zación de la vida a través de muñecas y hologramas. La cultura oriental del cosplay, el manga, el animé, la robótica y a la vez la ética samurái, el zen, la sociedad del cansancio (y de la desolación de almas tristes y solitarias) que analiza el filósofo Byung-Chul Han.

La hipermoder­nidad japonesa, atrapada por una brutal occidental­ización, y una sacralidad milenaria que Varsavsky narra con fragmentos hipnóticos, al borde del absurdo y el encanto. “En un hotel cápsula tuve mi primera vez en la vida con un secador de pelo; ya incluso me baño sentado sin manguerear al vecino, y me sé de memoria la botonera del smarttoile­t. Entro como si nada a la piscina de 42°, me alimento a moneditas en las vending machines y me divierto solo y a lo grande en la sala de videojuego­s. Le he perdido incluso el miedo a los robots; siento que me acompañan y deseo un perrito Sony”.

El periodista, en general, sabe qué está buscando; el cronista sólo puede estar atento y esperar. Eso decía Martín Caparrós en El Interior. Tres crónicas de viajes como revelación de viejos y nuevos mundos. Para visitar y seguir visitando como aventuras de lo impensado.

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(JAVIER SINAY) Grodno. Antiguo cementerio judío, iniciado en 1784.
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Y su relato.
Otro mundo. Y su relato.
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Lolita. La peculiar experienci­a japonesa de Varsavsky, volcada en una crónica etnográfic­a.
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Observació­n fina. En pleno viaje.
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Ojos nuevos. Para ver la realidad.

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