Weekend

La última.

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Corría el año 2002. Después de haber dejado de cazar por casi una década, decidí que era hora de volver a tomarle el gusto. Pero como ya mi padre y mis tíos no estaban para acompañarl­os, comencé a tirar líneas entre conocidos y amigos para intentar que alguno me llevara de cacería. Quien estuvo en mi situación sabe lo difícil que es esta tarea. Casi un año después me llegó una posibilida­d a través de Juan Volonte, un amigo al que le hice un trabajo y como recompensa solo le pedí que me consiguier­a un lugar donde salir de caza, aun a sabiendas que a él no le gustaba la actividad. Así, un día de marzo me llamó para confirmarm­e que tenía el dato de un tal Juan Carlos Aguirre, viejo cazador y pescador afincado por el lado de Labardén, que se había ido de la ciudad en busca de la paz y tranquilid­ad que da el campo. Me dijo que nos acompañarí­a Carlos Raso, un amigo suyo que era cazador y tenía una bretona. Llegó el 1 de mayo. Ya en el camino, Juan me dijo que no conocía a Juan Carlos, que tenía datos de que vivía en Labardén y que le decían “el señor de los pájaros”, pues su pasatiempo era salir a atraparlos con sus tramperas. Con esa única referencia partimos con la idea de ir cazar y volver temprano. Llegamos y preguntamo­s, pero por su nombre nadie lo conocía. Hasta que dijimos su sobrenombr­e y ahí hubo respuesta: “Para allá dos cuadras y media, a la derecha, en un ranchito de chapa”. Así lo localizamo­s. Ahí estaban Juan Carlos y su esposa Betty en un gran lote con un ranchito de chapa y piso de tierra. No nos esperaba ni sabía quiénes éramos, pero nos recibió con una sonrisa cuando Juan le dijo que veníamos de parte de Pucheta, su viejo amigo de innumerabl­es salidas de caza y pesca. Nos abrió la puerta, nos presentó a su familia y para mitigar el frío nos cebó unos mates de una pava negra que se apoyaba en una llanta de auto que servía como brasero. Enseguida agarró su vieja escopeta y salimos los cuatro para un campo de gente amiga. En el camino Juan Carlos nos contó que había conocido ese pueblo en una cacería con Pucheta y quedó fascinado. Entonces se dijo que en cuanto pudiera dejaba todo, compraba un lote y se venía. Así lo hizo en el 2002: agarró a su familia, su auto y en un bote con tráiler cargó todas sus pertenenci­as, herramient­as y materiales (Juan Carlos es albañil) y partió por caminos internos. Pinchó una goma del tráiler y se fue en el auto para hacerla reparar. Cuando volvió, lo único que le había quedado era la llanta reparada en el baúl, esa que ahora les mitigaba el frío, y unas chapas viejas. Ya en el campo, desde los alambrados los dos Juanes nos miraban y se descostill­aban de risa de ver como Carlos y yo errábamos. Las perdices se iban y a los gritos de “tapalas Horacio” se fue pasando la mañana. A eso de las 13, Juan Carlos nos dijo que volvamos para las casas a almorzar. Tratamos de con- vercerlo para que nos quedáramos, que habíamos traído sándwiches. Pero la negativa fue rotunda: “Ustedes son amigos de Pucheta, por lo que ya hice preparar algo en casa”. Volvimos para el pueblo con un día pleno de sol. Frente al rancho había una mesa tendida, con su mantel, sus platos y cubiertos, con toda clase de ensaladas y un asado que preparó el hijo de Betty. Durante el almuerzo charlamos sobre nuestras procedenci­as, las ocupacione­s de cada uno y lo mal que habíamos tirado, todo entre risas y afecto. Quedamos en salir otro rato a la tarde y antes de irnos pasar a tomar unos mates. A eso las 17, después de estar todo el día con nosotros, llevarnos al campo y darnos de almorzar con esa espontánea generosida­d que tienen las personas sencillas, como el frío aumentó, Juan Carlos nos ofreció entrar a su casa. Otra vez sobre ese piso de tierra recién barrido y el brasero en su eterno romance con la pava negra. Entre mate y mate, Juan Carlos me preguntó: “¿Decime Horacio, de dónde lo conoces a Pucheta?”. Yo respondo tranquilo: “No lo conozco, me trajeron ellos”. “Ahhh... ¿Y vos Carlos?”, volvió a interrogar. “No, yo tampoco, vine con Juan”. La ronda de mate se sucedía. “Ahhh... entonces sos vos el que lo conoce...”. Volonte apuró su mate y muy suelto de cuerpo le contestó: “No, yo tampoco lo conozco. Es muy amigo de mi mecánico y él me dio los datos tuyos”. Juan Carlos sirvió otro mate y volvió a lanzar su muletilla: “Ahhh... mirá vos”. Esta será la decimocuar­ta temporada que esa ronda de mate continuará. Juan Carlos terminó su casa hace mucho tiempo, fruto de su esfuerzo. Con la misma generosida­d y afecto nos recibe desde entonces, dos o tres veces cada año. Ahora, sobre el piso de cerámica, una salamandra cumple la doble función de calefaccio­nar y calentar la pava brillante e impecable. Juan Carlos aún se ríe cuando a modo de chiste nos pregunta: “Che, ¿de dónde lo conocés a Pucheta?”.

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