Weekend

Yo, Mochila

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Esta historia se inicia a fines de los noventa. Por mi trabajo tuve la suerte de realizar, durante casi 5 años, prácticame­nte dos visitas por año a los Estados Unidos a especializ­arme. Uno se va a acostumbra­ndo y se maneja relajado con ese ir y venir. Y en uno de los viajes, ya con el equipaje despachado, hice compras de último momento, por lo que resolví adquirir una mochila para transporta­rlas. Por supuesto, la más económica, la de oferta. La única que reunía esas condicione­s era de color lila. Bueno, pensé, es para descartar, así que el color es lo de menos. Lejos estaba de imaginar que en unos años esa mochila se convertirí­a casi en una leyenda entre mis amigos cazadores. A mediados de 2000, cuando decidí volver a practicar la cacería, en mi segunda salida observé los chalecos de caza de mis compañeros con amplios bolsillos y la bolsa trasera para colocar liebres y perdices. Yo no tenía uno, pero estaba decidido que para la próxima me lo compraría. No pudo ser, la invitación se adelantó y otra vez no tendría nada. Comencé a buscar lo que tenía a mano en mi placard y apareció un chaleco tipo de fotografía con múltiples bolsillos laterales y frontales color gris, más vivos naranjas en los bordes de mangas. Lo aparté. Pero, claro, ¿cómo llevaría las perdices y liebres que tenía fe de cazar? Y allí, en el fondo de un estante, reapareció la tan mentada mochila lila como pidiendo pista. Pensé no era el mejor color, pero al menos no tendría que recargar a los otros cazadores con lo que cazara. Así apronté mi escopeta, la canana, el sombrero, el chaleco de fotografía devenido en cazador junto a la mochila lila, que para mejor tenía su interior impermeabl­e. Qué golazo, me dije. Resuelto el tema, me senté a esperar que me pasaran a buscar Juan Volonte y Carlos Pipi Toddere, con los que en esta ocasión compartirí­a la experienci­a. En el viaje comenté que había hecho un rejunte de algunas cosas para reemplazar un chaleco convencion­al de caza, y así poder llevar algunos cartuchos más junto a otros elementos. Recuerdo que era fines de junio, un día de sol, con una temperatur­a agradable. Todo presagiaba una buena cacería. A apenas llegamos al campo nos detuvimos a un costado de la tranquera para charlar con el dueño del predio y con un peón para arreglar el horario para comer el asado juntos. Nos despedimos y nos fuimos a preparar para iniciar la cacería. Primero armé la escopeta y la apoyé a un costado. Luego las botas, el chaleco, la mochila lila y el sombrero. Visto de frente, una pinturita. Así arrancamos, yo último para ingresar al cuadro. Los cuadros eran de alfalfa y otros tipos de semillas para el ganado, lo que presagiaba gran cantidad de piezas de caza. Cuando de repente, a mi izquierda, me salió una perdiz de gran tamaño. Ya en vuelo la veo plena, majestuosa. Me doy vuelta y le apunto dándome tiempo. Estoy por apretar el gatillo y siento que mis compañeros estallan en un torbellino de carcajadas al unísono, junto al dueño del campo, el peón y creo que hasta de los caballos que montaban. Aun así sigo viendo la perdiz, voy a apretar el gatillo... En ese momento Juan me grita: “Che Mochila, no le vayas a errar”. Me puse a reír, le tiré los dos tiros y vi alejarse a la perdiz impoluta, impertérri­ta. Demás está decir que me banqué las cargadas durante toda la mañana. Mi mochila se enganchaba en cada alambrado que pasábamos a medida que le incorporab­a presas. Retornamos a las casas al mediodía para disfrutar de un asado campero, descansar y comentar las anécdotas de la mañana. Ya cuando promediaba la comilona, el propietari­o del campo, con cara seria, me premió con una máxima campestre: “Le sobra actitud compañero, pero para la próxima consígase un color más discreto”. Demás está decir que hubo una explosión general de carcajadas. Ahí nació la leyenda de Mochila, como aún Juan me sigue llamando... mientras se ríe con todas sus ganas.

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