La leyenda amazónica
Resulta que hay una leyenda, acá en el Amazonas, algo que va pasando de boca en boca entre viejos chamanes, una especie de sortilegio que ocurre a veces y que más que una leyenda es un mito. Algo con ribetes mágicos, inexplicable. Le decía Piccino a Ernesto y agregaba: “En algunas circunstancias y a determinados pescadores, el río que tantas alegrías puede darle, empieza a jugarle malas pasadas. Suele ocurrir que alguien lanza un señuelo determinado o una mosca y al recoger, el río le devuelve otro.” Era una más de las tantas charlas simultáneas que se daban en esa mesa de diez pescadores a bordo del barco que a lo largo de una semana era una burbuja de civilización en medio de esa naturaleza tan virgen, tan salvaje y tan apasionante que encierra la prodigiosa cuenca amazónica. Y mientras seguía el relato de Piccino, Juan Pablo que conversaba con David de otros temas, paró la oreja y escuchando el cuento fantástico, intempestivamente saltó de charla y dijo: “Eso me pasó a mi hoy! Estaba pescando cachorras en una corredera con un jig naranja medio mordido por las pirañas, y ya con pocos pelos, y al recoger levanté un señuelo de silicona blanco inmaculado. Algo inexplicable. Increíble! Por que estoy seguro que estaba pescando con el jig. Eso que vos contás me pasó hoy! Lo juro!” Desde el otro lado de la mesa el Colo agregó: “A mi también me ocurrió algo parecido esta mañana, pescando tucunarés en una bahía tiré con un rapala.” Y sacando del bolsillo de la camisa algo, remató: “Y saqué esto.” Y mostró al auditorio un jig naranja mordisqueado. Sin entender demasiado lo que pasaba, Juan Pablo quedó atónito mirando lo que “el Colo” exhibía, que era su pequeño y maltrecho jig, y el grupo estalló en risas. Desde un punto de vista racional, muchas creencias y supersticiones tienen explicación lógica, y esta también la tiene: ocurre que esa mañana, en uno de los lances que hizo Juan Pablo desde la proa del bote, se le hizo una galleta en el pequeño reel rotativo de bait cast y mientras él intentaba desarmarla, con mi mosca, accidentalmente enganché su multifilamento, levanté su línea, y sin que se percatara, le cambié el señuelo, dejándolo disimuladamente otra vez en el agua para que cuando lo recogiera se sorprendiera. Y de esa ma- nera jugarle una de las tantas bromas que suelen darse entre un grupo de amigos que no se ríen de uno, sino con uno. Chanza que completamos inventando la leyenda con Piccino y haciendo la puesta en escena con el Colo y los demás integrantes de la expedición. Muchas horas en un pequeño bote pescando bajo el sol del paraíso, o en la cubierta del barco-hotel saboreando una cerveza fría mientras la nave navega mansa y ronroneando, como en las noches cerradas con la embarcación fondeada en algún recodo del río, intentando dar con alguno de los grandes peces de cuero del Amazonas, o las tantas charlas de aeropuertos, esperas y avionetas, necesarias para llegar a tan recónditos lugares, son instantes propicios para el diálogo franco, la camaradería y el conocimiento de aspectos de la vida de cada uno, que difícilmente se producen en la vorágine de la vida diaria. Así, en ese entorno tan fascinante y tan lleno de momentos mágicos, se conocen personas que tienen vidas con viejos y nuevos golpes, con dudas y miedos, heridas y cicatrices, retempladas y baqueteadas, como las de casi todos. Por eso cuando terminó la última risa después de la humorada, y se hizo el silencio que sobreviene después del vendaval de carcajadas, me dio por pensar que tal vez no fue una broma, que el prodigio existe. Quizás no con los señuelos que mutan y cambian, sino de otra manera. Los mismos que llevamos a la selva una existencia de incertidumbres, dificultades y algo despeluchada, cómo imbuidos por un prodigioso sor tilegio, de repente estábamos sacando de ese río una vida notablemente mejorada. Eso me hizo ref lexionar que de alguna manera el hech i zo del ca mbia zo e x ist e. Un milagro pa lpable y rea l. Sin dudas esa era la auténtica leyenda del Amazonas.