Oro blanco a cielo abierto
Cerca de San Rafael, Salinas del Diamante invita a vivir una experiencia cautivante.
Viniendo desde San Rafael en dirección a Malargüe, seguramente un inmenso manto blanco al costado del camino lo sorprenderá, tal como nos sucedió cuando desde lejos empezamos a divisar las extensas Salinas del Diamante, una auténtica laguna mineralizada a cielo abierto.
La imagen es impactante y dan ganas de llegar lo antes posible para ver desde cerca ese mundo blanquecino. Antiguamente, estas salinas formaban parte del terri- torio de los pehuenches, otorgadas por el general Rufino Ortega quien a fines del siglo XIX estaba a cargo del fortín 25 de Mayo, luego de la Conquista del Desierto, y con la misión de negociar estas latitudes con los habitantes originarios en busca de la paz en la región.
El cartel indica el acceso girando a la izquierda por un corto camino que lleva hasta la tranquera de ingreso. Entrando, a la derecha observamos las instalaciones donde se realiza la explotación del mineral; y a un costado, altas parvas de sal que ha sido extraída y que se encuentra en proceso de secado. Verdaderas colinas salinas al que cualquier visitante puede aproximarse y tocar. Hacia el otro extremo, un amplísimo playón para estacionar; y al frente, la inagotable laguna que se extiende hasta donde la vista tenga alcance.
Gonzalo se aproxima y se presenta como el encargado de recibir a los visitantes. “Desde 1886, la familia Remaggi-Maturana es la propietaria del lugar –acota el anfitrión– y sus integrantes co-
mercializan la sal a varias provincias, a la Ciudad de Buenos Aires y al Paraguay. Desde sus inicios, recién a partir del año pasado las salinas están abiertas al público, brindando la posibilidad de conocer el flamante Museo de la Sal que inauguramos meses atrás.”
Huellas de sal
Tras la breve explicación, el plato fuerte estaba por llegar. La caminata por este enorme salar de 2.500 hectáreas fue, sin duda, lo más esperado. A medida que se ingresa, rápidamente se siente bajo los pies una extraña sensación, producto de la dureza de la sal combinada con el agua propia del humedal. Bastará mirar hacia atrás para ir viendo las profundas huellas del calzado que van quedando en el recorrido.
En días soleados, se sugiere ingresar con lentes de sol porque es muy fuerte el resplandor. “Miren allá –apunta Walter, nuestro guía, señalando una franja ubicada a unos 100 metros–, y notarán que la sal está más blanca. Esto es así
porque en esa zona el proceso de evaporación del agua está muy avanzado, y el mineral, a medida que se seca, se aclara mucho más.”
Las salinas están alimentadas por afluentes del río Atuel, cuyo cauce principal, en línea recta, se ubica a 8 kilómetros en el Embalse El Nihuil, portal del fantástico Cañón del Atuel. En el salar predomina el silencio, y sólo se rompe con las voces silvestres de alguna de las 100 especies que habitan el lugar, tales como patos, gallaretas, garzas, gansos, flamencos y cisnes de cuello negro, entre otras.
Hacemos una ronda en medio del piso salobre, cerca de unos tocones que la empresa colocó para señalar hasta dónde se puede caminar para evitar accidentes. Hay suelo de sal por todos lados, y ante tan magnífico escenario, el guía explica cómo se formó esta increíble cuenca: “Cuando se levantó la Cordillera de los Andes, quedó un ojo de mar en medio de los cerros. A lo largo de millones de años, el agua se fue absorbiendo, dejando estas inmensas capas salinas a la intemperie. Hoy el proceso es inverso, es decir, el agua sale a la superficie y se evapora, ayudando a que la sal generada se seque en contacto con el aire y el sol, hasta quedar en condiciones de ser recolectada, pasando luego por un proceso industrial que la deja apta para el consumo humano”.
Museo de la Sal
De a poco vamos regresando a tierra firme, luego de disfrutar a pleno de esta inusual caminata. Cercano a los montículos de sal hay gigantescos terrones que alzamos por curiosidad y para fotografiar. Vale la pena acercarse hasta estas laderas y aleros salinos diseminados en una vasta superficie. Una escultura de sal simboliza a una lechuza, y antiguas e inactivas maquinarias que recolectaban el mineral, se exhiben al costado del citado Museo de la Sal, al que estamos a punto de visitar.
El recinto no es muy grande, pero su interior sumamente interesante. Unos banners narran la historia del mineral y su incremento en la economía regional. Walter explica acerca de los diferentes tipos de sales mundiales señalando unos pocillos con cada sodio; y sobre unos estantes, la exhibición de sales saborizadas con hierbas de la zona, ideales para condimentar carnes asadas. Se pueden adquirir también potes con sales para baños termales y de inmersión.
El periplo concluye por este interesante lugar, que por cierto implica una parada muy recomendable en su viaje hacia la cordillera mendocina. Larga y rica historia, primero de pueblos indígenas que supieron explotar la sal bajo el sistema del trueque, y luego, el notorio movimiento comercial que se prolonga hasta nuestros días con un recurso que a futuro además, parece inagotable en el mercado mundial.