Roles cambiados
Era uno de esos atardeceres que no se puede creer que existan. El sol, en un último esfuerzo, dejaba casi púrpura las sierras de Cullín Manzano. La sombra de los cerros se dibujaba sin cortes sobre la superficie del lago que prácticamente parecía un espejo. El fondo comenzaba a perder esa nitidez, que gracias a la transparencia de nuestras aguas siempre le hace creer a uno que está al alcance de la mano, y se esfumaba unos metros más allá en la profundidad azul. Todo era calma y armonía. Permanecía observando casi sin moverme, totalmente extasiado, cuando un débil llamado de mi estómago me hizo acordar que ya eran casi las ocho y media de la tarde y, por lo tanto, una sabia medida sería completar este grato momento con una buena comida. Por mi mente comenzaron a pasar las hojas del menú hasta detenerse en un gran plato de camarones con un aspecto por demás tentador. Ese pensamiento fue suficiente para hacerme salir de mi estado cotemplativo. Una rápida mirada hacia abajo me indicó que ya estaba casi en la boca del arroyo. Descendí un par de metros y me nivelé a unos 50 cm del fondo, justo donde la costa cambia abruptamente de dirección y se pierde en la oscuridad. A marcha muy lenta hacía desfilar debajo de mí piedras, arena, hojarasca y troncos podridos. La luz a cada momento se hacía más tenue. No tendría ya mucho tiempo. De pronto lo vi: casi imperceptible. Totalmente mimetizado. Arrastrándose cautelosamente hacia la playa, saltando a veces: un enorme y apetitoso camarón. Como un rayo me lancé hacia abajo y antes de que pudiera hacer nada ya se encontraba adentro de mi boca. Estaba preparándome para percibir la deliciosa sensación de tragarme tan preciado bocado, cuando sentí el pinchazo al costado de mi mandíbula. Más que un pinchazo fue un tirón, una frenada en seco. Inmediatamente comprendí mi situación: yo, el más hábil, sutil y desconfiado, había sido finalmente engañado por un señuelo artificial. Tantos años que pasé matándome de risa de las cucharas de todo tipo y color, de esos enormes caimanes anaranjados, de pescaditos con formas cada vez más estrafalarias, de líneas de profundidad y todo tipo imaginable de aparatos para pescar a las pobres truchas. Y ahora yo, sabiendo todo eso, había mordido una mosca que me hizo creer que era un inofensivo camarón. Mi primera reacción fue correr desesperadamente hacia el fondo, lo cual hice sin encontrar mayor resistencia. Allí entonces me di cuenta de que del otro lado de la línea había alguien tan hábil y experimentado como yo. Sería imposible cortarle el hilo de un sorpresivo tirón. Cada vez que lo hacía, él me dejaba correr. Luché en vano por más de 20 minutos. De nada valieron mis intentos de pegar con la cabeza en el fondo, raspar el hilo contra las piedras o tratar de enrredarme en un gran tronco hundido. Comenzaba a agotarme. Finalmente fui arrastrado suavemente fuera del agua y quedé tendido sobre la arena.... Era el acabose. En un momento me acordé de toda mi vida. Mi niñez, siempre llena de peligros, acechado
por otras truchas mayores, el infalible Martín Pescador, las hualas y demás aves. Mi alegre juventud, sin preocupaciones, atacando permanentemente todo lo que pasaba a mi lado. Mi madurez, padre de miles de alevinos, rey y señor de mi lugar, respetado por todos. Pero ahora había llegado el fin. Sentí cómo un par de manos tomaban firmemente mi cuerpo, y con todo cuidado desenganchaban la mosca de mi boca. Sólo faltaba el golpe en la nuca... que no llegó nunca. Esas manos me giraron suavemente y me volvieron a meter en el agua sujetándome por la cola y moviéndome lentamente para que circulara agua por mis agallas y descansara. Una vez recuperado, me soltaron con casi una palmada en el lomo. Al tomar profundidad alcancé a ver la sonrisa en la cara de mi captor. ¡Había salvado la vida! Esas manos no podían ser otras que las de un conser vacionista. Gracias a ellos todavía subsistimos. Pero les aseguro que si no intensifican su acción, nuestro exterminio se acerca. A esta altura ya se habrá dado cuenta, amigo lector, que no siempre el que escribe es el pescador. Ha leído el relato de una espléndida trucha de arroyo o salmonada, como me llaman los lugareños. Para su información, mi nombre científico es Salvelinus fontinalis. Le cuento además que mido unos 70 centímetros de largo y peso más de 5 kilos, prácticamente un récord en mi especie. Le adivino el pensamiento, pero estos accidentes pasan muy pocas veces en la vida, y por lo tanto ni sueñe con atraparme. De todos modos he disfrutado mucho con este encuentro y espero que usted también. Nos vemos quizás en otra vida y, por qué no, con los roles cambiados.... (¿o esta
rían ya cambiados acá?)