Weekend

Borges, la mujer y la escopeta

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Hace ya algún tiempo pensé que se me había adormecido esa necesidad encubierta que tenemos los cazadores por mejorar nuestro elemento principal de esta actividad: la escopeta. Tengo de tiro y de caza, con lo cual estoy cubierto en estos aspectos. Y la verdad que los costos actuales no son los más adecuados para una inversión pero… Un día del mes de marzo, en un espacio de tiempo que me dejó mi actividad laboral y para acortar la espera entre dos clientes, ya que estaba a escasas dos cuadras de una importante armería de la zona sur del Gran Buenos Aires, decidí visitarla. Entré casi con displicenc­ia, tranquilo, seguro, conocedor. Un vendedor, entre solícito y aburrido, vino a mi encuentro. Y a su “¿qué andás buscando?”, respondí con una calibre 12/70 italiana. Ya que estaba miraba lo mejor y de paso conocía el sistema Benelli que Beretta había incorporad­o hace ya un tiempo a todas las de sus marcas, con la capacidad de carga de 4 +1, ideal para tiro de caza, tanto de perdiz y liebre como pato y paloma. Acompañé al vendedor hasta el armero. Como ya dije, tenía un poco de tiempo así que decidí probarlas a todas con tranquilid­ad. Primero una Benelli, luego una Beretta XPLOT, después una Franchi Raptor. A todas les encontraba un defecto: no me calzaba la culata, la banda no era ancha, los chokes extendidos, etc. Como dije, todas hermosas escopetas. Las encaré, las evalué pero ninguna me sorprendió. Pero mi necesidad de consumir minutos seguía presente. Y confirmaba lo que siempre digo: un cazador debe comprar su escopeta no por precio sino por cómo le calza, cómo la siente en su balance y, sobre todo, pensando en el uso que le va a dar. De repente la vi. Era la última del armero: una Franchi Inertia Privilege platina metalizada con su medalla de plata legal y sistema inercial. Me pregunté si esta tendría su estrategia para hacerme cambiar de opinión. La pedí y comencé a disfrutarl­a mientras me la acercaban. Observé su madera, sus armoniosas curvas, su delicado brillo, su preciso diseño,

su mi- rín de fibra óptica, su banda ancha. La tomé, sentí su preciso equilibrio, percibí el perfume de su culata de raíz de nogal. Luego la encaré... y una brisa, una caricia de su madera de nogal de repente me transportó a mis 18 años. Más precisamen­te a una noche cálida. Clima ideal, caminata bajo la luna en las largas calles arboladas de Adrogué, mi ciudad de poesías. Y recordé aquella a la que Jorge Luis Borges inmortaliz­ó con sus veredas de baldosas señoriales. Y también pensé en ella, que ya tenía su estrategia: un solero rosa corto que dejaba ver el tostado ideal de sus piernas torneadas, una espalda apenas cubierta con pequeñas tiras cruzadas, un rostro aniñado perfecto, un pelo castaño largo y lacio, un perfume dulce y unos ojos marrones encendidos con la decisión de enamorar a quien los mirara. Una sonrisa fresca, boca seductora con sus dientes como perlas que invitaban al beso. Cómo resistirse, imposible. El embrujo de una noche mágica con aromas de flores y perfume de mujer. Me imagino otra vez a Borges, al cual veíamos de niños sentado en un chalet frente a la plaza principal, acompañánd­onos, filosofand­o junto a nosotros, enseñándon­os a gozar de los sentidos. Tal vez diciéndome: “Horacio, sólo los que pueden sentir una gran pasión por lo que hacen disfrutan de ella plenamente”. Entonces giré y le dije a quien me atendía: “¿Dónde tengo que firmar?”. Y aquel vendedor pasó de su cara displicent­e y aburrida a una de sorpresa y alegría mientras buscaba los papeles. Mi rostro esbozó una sonrisa cómplice: los tres estábamos otra vez juntos.

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