Weekend

Un león como señuelo

- Por Hernán Bianchi

Nadie nos quitará a tantos el placer de haberlo conocido. Muchos lectores lo identifica­rán como un grande en la difusión de la pesca deportiva. Y a los más jóvenes, segurament­e su nombre le repicará como un viejo maestro infinitas veces mentado. Pero más allá de los honores con que cada uno quiera galardonar­lo, lo cierto es que Rafael Roberto Guglielmi también pasará a la historia como un buen hombre, quizá el máximo honor que le pueda caber a un ser humano. Además de su valía como pescador y profesiona­l minucioso de los medios, El Rafa –como muchos lo conocían desde el afecto– supo contagiar con otra faceta no tan frecuente en todos los tiempos: su buen humor. Las anécdotas le brotaban sin hacerse rogar, narradas con un gracejo que hacía difícil repetirlas sin que perd iera n sust ent o. Todas el las vinculadas a la actividad que lo apasionaba, pero no siempre con ríos y peces como protagonis­tas. Su primera juvent ud, cuan- do aún capturaba dorados en el Riachuelo, tuvo como geografía al barrio de Constituci­ón y al centro porteño. Eran épocas de picardías, que sonarían hasta ingenuas para los años actuales. Con sus amigos y una buena reserva del nailon de los aparejos, partían hacia la Avenida 9 de Julio. Por entonces “la más ancha” tenía infinidad de confitería­s con mesas en la vereda. Antes de que la tardecita atrajera a gran cantidad de hombres y mujeres a compartir un momento gastronómi­co en plena vereda, El Rafa unía los dos extremos de la tanza: uno a la pata de alguna mesa y otro al paragolpe de un auto estratégic­amente estacionad­o. Lo demás era esperar. Hasta que llegaba el momento en que el vehículo arrancaba y la mesa cobraba vida propia para espanto de los parroquian­os. Pero la diversión no sólo estaba en las arterias de su querida Buenos Aires. Los viajes a los destinos de pesca también alimentaba­n el anecdotari­o de El Rafa. Como aquella vez que llegaron a un pueblo con

la in ten- ción de pasar unos días a todo pique. Lo hicieron bien entrada la noche en un “motorhome” de antaño, mezcla de colectivo y casa rodante. Lo estacionar­on en los suburbios del casco urbano para descansar y arrancar al otro día con las prácticas en el río. Pero la mañana les reservaría una sorpresa... Apenas despiertos, El Rafa y sus amigos observaron por las ventanas que una gran cantidad de personas se había reunido alrededor del rodado. Es que el transporte era muy similar al que usaban los circos para trasladar a su troupe de localidad en localidad, por lo que había estimulado la curiosidad de los lugareños. Y el humor se encendió de inmediato. El Rafa tomó una soga, que fue sostenida por uno de sus amigos en el extremo opuesto. Lentamente abrió la puerta y comenzó a bajar. O, mejor dicho, a intentar descender. Apenas daba un paso de espaldas al público, desde adentro la soga empujaba con fuerza hacia el interior. La escena era acompaña da con insulto sal “león de mierda” que no quería salir. El Rafa iba y venía haciendo fuerza, mientras a los gritos maldecía los caprichos de la fiera ubicada en la otra punta de la gruesa cuerda. La secuencia fue ganando en tensión, pero perdiendo en espectador­es: una desbandada llevó a los vecinos a alejarse raudos de semejante peligro. Hasta que pronto el lugar quedó bañado en la más absoluta de las soledades. Así era Ra fa elGugli el mi. Un grande adentro ya fuera de la cancha. Un periodista de pesca inolvidabl­e. Y, fundamenta­lmente, un tipo siempre querible cuando se apagaban las luces del escenario.

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