Weekend

La magia del caldenal.

Una entretenid­a cacería de jabalíes en el caldenal pampeano, con ciervos que no se sumaron a la fiesta pero dejaron su impronta mágica e inolvidabl­e.

- Septiembre 2017 Textos y fotos: LUIS FESTA

Una entretenid­a cacería de jabalíes en el caldenal pampeano, con ciervos que no se sumaron a la fiesta pero dejaron su impronta mágica e inolvidabl­e. Por Luis Festa.

La llegada al campo no pudo ser más auspiciosa. Antes de cruzar la última tranquera, un ciervo colorado y una hembra nos contemplar­on unos instantes, y se perdieron al trote entre los caldenes quemados. Finalizaba una brama más, cuando recibí de Leandro la invitación a cazar, por intermedio de un amigo en común, Gonzalo Folz. Reunión de cazadores, afición que cada tanto nos convoca y nos reúne en el cardenal pampeano. Llegamos al comenzar la tarde y antes del crepúsculo estaba cómodament­e instalado en un apostadero situado a unos 70 m de un charco cebado. Lluvias intensas durante la luna de abril y un piso muy encharcado auguraban entradas al maíz esparcido, más que por la necesidad de abrevar.

Comienza la acción

Un cielo nublado me obligó al empleo continuo de los prismático­s para revisar el entorno de monte abierto, troncos ennegrecid­os por el fuego y los brotes verdes de las pasturas, que se alternan con los restos de pastizales quemados.

Los viajes con Claudio Binetti siempre son placentero­s y amenizados por recuerdos de cacerías y vivencias compartida­s. Se apostó en el borde de una planicie sin árboles y cubierta de pajonales amarillos no alcanzados por el fuego; el contraste le permitiría divisar la silueta oscura de los jabalíes.

Pasadas las 10 de la noche, en una de las tantas revisiones observé una mancha oscura en el charco: un padrillo comiendo. No lo escu- ché triturar el grano por el viento y la distancia. Ubicar el retículo no fue fácil, pues el contorno que veía con ambos ojos se desdibujab­a con la visión monocular. Al estruendo le siguió un pataleo en el monte que, en primera instancia, no supe si era por la agonía o por la huida. Dejé transcurri­r unos minutos y al llegar al charco vi la arrancada, y un rastro de sangre que se interrumpí­a a los pocos metros. Revisé en línea recta y luego trazando semicírcul­os para cortar algún rastro... y nada. Regresé a las casas y volvimos con el puestero y Flavio, guía en las cacerías. Caminamos un largo rato sin encontrar rastros

de sangre. Y cuando me hallaba a unos 100 m del charco, Flavio me llamó a los gritos: había encontrado al padrillo. El impacto en el corazón lo obligó a desviarse hacia su izquierda y yacía a escasa distancia del pozo. Un padrillo grande y gordo pero con colmillos incipiente­s.

Claudio no tuvo suerte, le entraron cachorrone­s y hembras en una noche cada vez más cerrada. Cena tardía... y a dormir.

Nuevas sensacione­s

Al día siguiente fuimos con Flavio a cebar los charcos y a revisar los rastros. A escasa distancia de las casas pasaron saltando alambrados dos ciervas, seguidas de un macho con su imponente cornamenta; tan cerca estaba que por mirarnos enganchó una pata trasera en el alambre, la sacudió unos instantes y se internó en la espesura. Cuando estábamos llegando a un tanque australian­o, Flavio anunció: “Les voy a dar una sorpresa”. Y no se equivocó: peces koi (amarillos, blancos, anaranjado­s, de dos colores), simbólicos en la cultura oriental, poblaban las cristalina­s aguas del tanque tapizado con algas, que es su alimento.

Durante el almuerzo Leandro aconsejó que me apostara temprano al lado de una huella, en un cuadro con muchos rastros de ciervos y jabalíes, y aquí tuve una de esas experienci­as inolvidabl­es en la vida de un cazador. A las 6 de la tarde y con el sol alto, ya me había acomodado en un apostadero en altura. Frente a mí, la huella, y a unos 50

m el charco cebado. A mi derecha caldenes quemados en un bosque ralo. Muy empastado de brotes verdes, que según Leandro “era como lechuga para los ciervos”.

Puntas perdidas en el monte

El atardecer con un cielo despejado proporcion­aba imágenes sublimes del monte y comencé a capturarla­s con la cámara. Cuando estaba revisando las fotografía­s, por visión periférica vi algo colorado que se movía a mi derecha; levanté la vista y quedé paralizado: a unos 10 m un enorme ciervo mirando el apostadero. Con luz plena, el menor movimiento significab­a la huida. Inmutable, observaba el apostadero y movía lentamente la cabeza hacia ambos lados. Cinco y cuatro puntas en las coronas, unas 15 en total. No tenía otra posibilida­d que permanecer inmóvil... ¡sin pestañar siquiera!

Retrocedió y lentamente comenzó a pasar por detrás de unos renuevos. Vi un hueco sin ramas y decidí disparar cuando pasara por él. En una fracción de segundo tomé el fusil, apunté al espacio sin follaje y quité el seguro... la mira se llenó de cuero colorado sin poder identifica­r la paleta. Con siete aumentos y a escasos metros, cuando creí que había ubicado el blanco apreté el gatillo. La bala pasó por detrás sin tocarlo. Se alejó al trote largo entre los caldenes dejándome el recuerdo de unas puntas marfileñas perdiéndos­e en el monte. Luego, la paradoja: aflicción por la pérdida del trofeo y alivio por no haber matado a ese esplendido animal.

La noche transcurri­ó entretenid­a con la visita de un padrillo que dio vueltas, husmeó y desdeñó la ceba, y algunos bramidos lejanos, los últimos y espaciados.

El campo se encuentra retirado de los caminos, se llega a él cruzando otros predios y cuatro tranqueras; por eso, la población de ciervos y jabalíes se halla resguardad­a de los amigos de lo ajeno. Durante la reciente brama se cobraron unas 20 cabezas con buenas cornamenta­s. Cómodos apostadero­s en altura y charcos bien cebados aseguran entradas frecuentes de jabalíes. Las comodidade­s son básicas y satisfacen las necesidade­s de los cazadores: ambientes amplios, buen baño y un comedor, freezer y electricid­ad por generador. Y un destacable entorno formado por montes abiertos y cuadros limpios, en partes afectados por los incendios estivales.

El mejor final

Llegó la tercera noche e insistí en apostarme en el mismo lugar con la vana esperanza de que volviera el 15 puntas; me fui solo con la camioneta que puso a mi disposició­n Leandro. Me gusta cazar en soledad, aunque sea relativa si se considera el paisaje y la fauna. En la paz del monte se desliza el tiempo casi sin darme cuenta, y cuando quiero acordarme pasaron 8 o 10 horas, y me cuesta volver.

Claudio retornó a su pastizal amarillo y ahorró disparos sobre cachorrone­s y hembras.

Con la puesta del sol comenzó a bramar un ciervo en el monte ubicado a mi derecha; más de veinte bramidos seguidos que se fueron espaciando sin interrumpi­rse... y así hasta las 2 de la mañana. Iba y venía, bramando y tosiendo cada tanto para anunciar su presencia y mantener reunido a su harén.

Antes de que se pusiera la luna decidí hacer un rececho e inicié un lento desplazami­ento hacia donde provino el último bramido. Eludiendo ramas y pisando con cuidado me fui adentrando en el monte quemado. Cada 10 o 15 pasos me detenía e inclinaba para observar por debajo de las copas deshojadas. Con los prismático­s vi varias patas sin poder divisar los cuerpos; eran ciervas a no menos de 100 m de distancia. Seguí acercándom­e hasta que escuché el “cofff...” de una cierva y el tropel que se perdía en el monte. El pasto quemado cruje y evitarlo de noche es imposible.

Regresamos con Claudio, muy satisfecho­s; no tiró porque no quiso, mientras que la suerte me acompañó con un padrillo gordo que Flavio despostó, deshuesó y embolsó con rótulos para identifica­r cada corte. El recuerdo del encuentro con el gran ciervo es una imagen mágica e inolvidabl­e.

 ??  ?? Uno de los apostadero­s, muy bien disimulado en la copa de un caldén. Y Claudio ajustando la mira en el apostadero del pajonal.
Uno de los apostadero­s, muy bien disimulado en la copa de un caldén. Y Claudio ajustando la mira en el apostadero del pajonal.
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 ??  ?? La minuciosa tarea de buscar rastros en los charcos producidos por las recientes lluvias.
La minuciosa tarea de buscar rastros en los charcos producidos por las recientes lluvias.
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 ??  ?? Arriba: un hemoso atardecer en el apostadero con vista del charco cebado. Derecha: Flavio y Leandro con dos los excelentes padrillos abatidos.
Arriba: un hemoso atardecer en el apostadero con vista del charco cebado. Derecha: Flavio y Leandro con dos los excelentes padrillos abatidos.
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