Venganza tardía
Creo que una de las mejores carnes silvestres es la de vizcacha; los escabeches son insuperables. Hace ya unos cuantos años encontramos un campo muy poblado y cerca: las canteras de conchilla de Pipinas. Recorriendo lugares y pidiendo permiso, cazamos alguna que otra en campos, con alguna vizcachera sobreviviente de las incursiones de los “cazadores” comerciales. Tuve la oportunidad de verlos depredando: instalaban jaulones en varias bocas de la colonia, insertaban una larga manguera en una de ellas y la otra punta en el caño de escape de un camión; tapaban el resto y aceleraban, al rato empezaban a brotar docenas de vizcachas que se amontonaban en las jaulas. En un par de horas, 60 u 80 vizcachas y la colonia vacía. Hallamos el lugar soñado y el encargado nos aconsejó que fuéramos a hablar con una cuadrilla de hacheros contratados para desmontar sectores del campo cubiertos por talas, espinillos y arbustos. Cuatro o cinco al mando de un tal Urquiza, un morocho mestizo grandote de rasgos aindiados, entrerriano y ¡quién sabe! descendiente del prolífico general. Vivían en chabolas precarias, construidas con chapas y ra- mas para albergarse durante el tiempo que demandara su trabajo. Urquiza nos recibió con amabilidad en su choza iluminada con candiles de sebo en latas de conservas. Estaba haciendo tortillas de harina y grasa, con chicharrones, en una parrilla tejida con alambre y fuego encendido en un pozo, adentro de su cubículo. Ampliamos el rústico festín con salamines y queso, unos vasos de vino... y a caminar. Nos guió hasta una de las cavas enormes, en suave desnivel, con barrancos de 4 o 5 metros de altura, de donde se extraía conchilla para la fábrica de cemento de Pipinas. Trepamos por un sendero en la noche cerrada; se caza sin luna para evitar la aguda visión de estos roedores. Casi sin vernos y encolumnados detrás de Urquiza, que con admirable baquía iba encontrando las vizcacheras en el monte: una colonia, aproximación lenta y con el viento en la cara, musitaba un “¡ahora!” y nos preparábamos. Un iluminador y dos tiradores, con la carabina apoyada en una “U” de chapa soldada en el extremo de un caño de luz, con estribo para afirmarlo con el pie. Al encenderse la linterna, vizcachas por todos lados; rápida elección de las más grandes y dos o tres disparos. Urquiza las colocaba a un costado para no andar cargados y a caminar hacia otra vizcachera. Así, durante 4 o 5 horas recorriendo colonias separadas por 10 o 12 cuadras, permitiendo que la población se repusiera de la alarma y volviera a salir a pastar. Cuando dimos por finalizada la cacería, el guía halló con facilidad los lugares en que habíamos dejado las vizcachas cazadas y con su cuchillo cortó palitos a los que sacó punta y los insertó en las patas traseras como manijas; de esa manera transportamos fácilmente hasta el vehículo, en un par de viajes, a vizcachones de 6 o 7 kilos. Las vizcachas cavan con facilidad en el suelo blando de conchilla; Urquiza nos advirtió que podía hundirse y que no nos separáramos de él. Mi amigo Rogelio, ya desaparecido y cazando en otros paraísos, era gordo y grandote; en una de las aproximaciones no oyó la orden del guía y siguió caminando: escuchamos entre la tierra que se desmoronaba sus gritos de espanto y encendimos las linternas: cabeza y brazos agitándose al ras del piso, mientras pedía a gritos que lo sacáramos. Para empeorar la situación Urquiza dijo: “¡Ese sí que es un vizcachón!”. Pobre Rogelio, nos reímos hasta que nos dolió el estomago y sin poder hacer fuerza para extraerlo de las profundidades. Cuereamos, despanzamos y les dejamos algunas vizcachas a los leñadores. Al regreso con las primeras luces del amanecer, se produjo otro incidente cómico: habíamos viajado en un vehículo break, de esos en que la cabina continúa en el baúl, y allí estaban las vizcachas y equipos. Al rato de partir comenzamos a rascarnos, cada vez más, sin saber el origen de la picazón, hasta que vi un par de bichitos que caminaban por el cuello del conductor. Estábamos llenos de pulgas que saltaban de los cuerpos fríos de las vizcachas hacia los más cálidos de los cazadores. Pasamos un buen rato en la banquina sacudiendo la ropa: sutil venganza tardía de los animales cazados.