El habitante solitario
Barranca arriba, el faro de Cabo Vírgenes eleva sus 27 metros en una estructura blanquinegra que señala, desde 1904, la boca del estrecho de Magallanes. A sus pies, una lonja de mata verde corre fieramente impulsada por el viento, y va al encuentro del faro chileno de Punta Dungeness situado en el otro extremo. Entre cabo y punta, entre faro y faro, a más de 4.400 kilómetros de La Quiaca, termina la Argentina continental y empieza una aventura cautivante. No es invierno, pero igual el frío azota el descampado escenario. Primeros días de 2017 y una multitud de pingüinos magallánicos colma la franja costera. “Hay unos cien mil –comenta Jaime, oficial del faro– y también petreles, chorlos, gaviotas y cormoranes. Por ese camino se puede recorrer la pingüinera en auto”, señalando una huella recta y larga que despunta paralela al mar. Desde arriba del promontorio, donde está el faro, se ve claramente lo mismo que en el mapa: la punta donde termina Santa Cruz, luego el estrecho y detrás, algo nubosa, la silueta de Tierra del Fuego. “Todo es muy bravo aquí –explica Jaime–, pero por suerte estamos bien equipados, con abrigos, alimentos y visitas de turistas que amenizan las jornadas”. Como no lo veía, me animé a preguntarle por el solitario personaje. “¿Y don Conrado… no está más?”. “No amigo –me respondió–, en mayo del 92 se pegó un tiro en la boca y falleció en el momento.” De inmediato pensé en aquella oportunidad cuando lo conocí, aquí mismo, en 1990. Desde el faro caminé unos metros, y noté que de su precario rancho aún quedaban algunos vestigios semicubiertos por montículos de arena. “Cómo aquí no viene casi nadie –agrega Jaime–, a pesar de los más de 20 años pasados ciertas cosas se conservan y permanecen por mucho tiempo.” En mi visita de aquel año, don Conrado Asselborn aceptó por un rato conversar conmigo. Tenía una curiosa personalidad y unos 74 años cargados de pesadas vivencias. Arisco si le caías mal, pero bonachón cuando le inspirabas confianza, tal como lo definían los pobladores de Río Gallegos. Me contó que había nacido en la costa entrerriana de Diamante, con descendencia en los alemanes del Volga. Unico poblador estable del cabo por más de medio siglo, y sin embargo en su soledad noté que le
sobraban historias para contar. “Trabajé de estibador en Gallegos y gendarme de frontera en el Turbio, señor” (comentaba sin tutearme). Allí lo ascendieron a cabo por desentrañar un homicidio ocurrido en una reserva indígena, pero no disfrutó mucho de sus galones, ya que durante una riña de bar acuchilló a un hombre y debió escapar a Tierra del Fuego. “Fue una mala época, amigo –afirmó en su relato–, porque volví a las andadas y hubo otra víctima… un personaje al que llamaban el Tigre de la Cordillera”… que le valió dos años de encierro en el histórico penal de Ushuaia. Cumplida la pena, ante la falta de personal se lo aceptó como carcelero. Luego saltó de una ocupación a otra hasta afincarse en vecindades del faro de cabo Vírgenes. Se hacía de unas botellas de vino, pescaba, trampeaba zorros cuando la piel valía, y vivía en una precaria casucha de chapas y tirantes de maderas. Una pensión provincial, sumado a lo que le acercaban fareros y estancieros, le permitió capear los años finales. Me quedo con aquellas últimas imágenes. La charla en el único ambiente que poseía su vivienda, sentados en troncos cortados que usaba como banquillos, y rodeados de viejas revistas donde él era el protagonista en notas que le habían hecho distintos medios del mundo. Una sola ventana, montículos de yerba rancia y gatos dormilones… Volví al 2017 y antes de despedirme de Jaime, me contó un último recuerdo: “Luego de la trágica decisión que tomó don Asselborn, sus pocos allegados lo metieron dentro de un cajón, una vez efectuadas las pericias forenses. Me dijeron que fue un funeral lleno de silencio, entre sus tres o cuatro amigos, no más”. Hoy descansa bien cerca del faro y sobre la arena, en el llamado “cementerio alemán” donde yacen también varios integrantes de un naufragio ocurrido por esas costas. Al frente de su tumba le colocaron una frase que solía repetir: “Por las noches me duermo con el ruido del mar”, haciendo alusión, sin duda, a la magia que allí siempre habita...