Weekend

La última frontera

El autor llega a Alaska donde se encuentra con grandes lagos, glaciares, parques nacionales y muchas más aventuras en esta nueva etapa de su itinerario americano.

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Después de un largo periplo en t ier ras c a nad ienses llegué a la remota Alaska. Una oficial de migracione­s de los E st ados Un idos, adusta y agria, me dio paso al tiempo que remarcaba mi fecha de salida del país con un reiterado “¿entiende?, ¿entiende?”, a lo que respondí: “Yo, entiende”.

Una vez sorteada la bonita recepción en el paso fronterizo de Alcan Border, manejé por el término de tres o cuatro horas… quizás siete u ocho, ya no recuerdo, hasta llegar a Fairbanks. El hecho de que el sol no se ocultara del todo durante la noche, podía hacer perder a uno la dimensión temporal. Al menos a mí.

Fa i rba n ks me sor prend ió por su grado de civilizaci­ón y modernidad. En mi cabeza me imaginaba una pequeña ciudad, rústica, aislada y sitiada por osos hambriento­s en las periferias. Nada más lejos de esa concepción infantil. Grandes autopistas, centros comercia les y lo - cales de comidas por doquier como en cualquier otra ciudad de Estados Unidos. Y, a d e m á s , una gran base m i l it a r l lena de aviones, helicópter­os y demás vehícu- los, que reemplazar­on a la fauna salvaje que habitaba hasta entonces en mis pensamient­os.

Cambio de rumbo

Después de tres días de camping, unos cuantos mates en maridaje con donas glaseadas y tras un profundo análisis de situación, decidí no seguir rumbo al norte. Cabía la posibilida­d de no llegar al mar en Prudhoe Bay, ya que las empresas privadas de petróleo acaparan la zona con celo. Entonces, no sin nostalgia del mar que ya no vería, decidí encarar al sur, rompiendo con la inercia de miles de kilómetros siempre al norte.

M i camioneta y compañera, apodada Mula, percibió el cambio en la brújula y no tardó en acomodar sus 395 ponies de potencia hacia la novedosa latitud. Como las golondrina­s apuntamos al sur, aunque sin la ligereza y la gracia de éstas, avanzamos sin apuro pero sin pausa hacia nuestro nuevo destino, el Parque Nacional Denali.

A l llegar no pude acampar dentro del parque, ya que las reservas se hacen con bastante anticipaci­ón, entonces hice base en un camping del pequeño pueblo de Healy, a muy poca distancia de la entrada principal. Una vez dentro y recorriénd­olo, su magnificen­cia geográfica me pareció inabarcabl­e. Tan imponente, salvaje y atemporal que necesité un tiempo para asimilar semejante obra de la naturaleza.

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El más antiguo de los hoteles en el puerto de Whittier. Desde sus ventanas se puede apreciar la ajetreada tarea de los pequeños barcos pesqueros.
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