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El siñuelo

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l campo adjudicado en venta a los Pérez se hallaba ubicado en el centro-oeste de la provincia de Formosa. Hacia allí partimos para realizar un trabajo de agrimensur­a.

Como el predio se encontraba totalmente alejado de toda propiedad particular, tuve que traer la línea de relacionam­iento de la más cercana, situada a siete kilómetros de distancia. Hubo que cruzar montes vírgenes de la explotació­n humana, realizando la picada entre grandes quebrachal­es, algarrobal­es y vinalares.

He visto en esa región burros salvajes. He cazado y comido un coatí jaheñó –es el coatí viejo que se alejó de la manada, se mueve poco, no pelea y casi siempre está gordo–. Y también, por primera vez, vi perros acostumbra­dos a andar en el monte, persiguien­do tatúes, o a los terribles chanchos, moritos o majanes, con miedo, con la cola entre las piernas. Ante mi curiosidad, los dueños me dijeron que debería andar cerca el bicho. Se referían al tigre o yaguareté. Sin embargo, no lo pude ver.

Crucé, mientras medía, una laguna en forma de herradura, muy profun- da, que nos dio mucho trabajo.

Llevábamos desde el casco de la estancia –un rancho grande, de adobe–, el avío, esto es, la comida para todo el día, pues no volvíamos hasta entrada la noche.

Como en la casa no había muchas ga l l inas ni chivos, y nos costaba conseguir carne vacuna, cazamos el coatí jaheñó y nos lo comimos. En el monte, y pese a que no estaba bien adobado, era rico.

Un sábado, después de trabajar duro todo el día, decidimos agenciarno­s de patos picazos. ¿Cómo? Con un siñuelo, modismo regional por señuelo.

El domingo salimos bien temprano con el dueño de casa. Cerquita no más, había un estero que llenaba una superficie de aproximada­mente 5 hectáreas. Alrededor, monte fuerte. Llevábamos con nosotros una pata criolla, negra: era el siñuelo.

En los bordes nos aligeramos de ropas, y con la pata, machetes y escopetas, nos adentramos en el agua –que no nos llegaba ni a las rodillas– hasta un vinal chico, tipo matorral. Unos 50 metros.

Tapándolo de ramas hicimos una chocita bien cubierta, de tal forma que nos ocultara, sobre todo, desde arriba. Pusimos unos troncos como asiento y atamos a la pata de una pata. Le dimos como diez metros de soga.

No pasó mucho tiempo y nuestra dama concitó la atención de un galán que se precipitó hacia ella y a la muerte, sin salir de su rápido enamoramie­nto.

Al bajar e iniciar sus requiebros amorosos, le quebramos la vida de un escopetazo. Luego cinco galanes más pagaron caro su impetuosid­ad amorosa. El único calor que recibieron ese día fue el que se acumulaba en la olla.

Los cocinamos enseguida pues no tenían heladera en la estancia. Conseguimo­s avío para toda la semana.

Como no somos depredador­es, cazamos sólo seis. El picazo es el gigante de los patos. Algunos machos adultos superan los cinco kilogramos.

Al siñuelo, después de agradecerl­e con algunos maíces, la soltamos en el corral con sus congéneres.

Ella ni se percató... ¿o tal vez sí?

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