Weekend

Disquisici­ones de sobremesa

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Las excursione­s de cacería terminan siempre casi de la misma forma. Si es al jabalí, llegadas a las casas a altas horas de la madrugada o al amanecer, según la suerte que le haya deparado al que se apostó. Si es al ciervo colorado, partidas con el sol y arribos cuando el astro arrecia o con la oscuridad después del rececho del crepúsculo. A lmuerzos y cenas tardías; todos cazan ciervos y jabalíes pero al relajarse y con el estímulo de los brindis, cada uno expresa su predilecci­ón, y allí comienza el eterno e interminab­le debate. Quienes prefieren cazar ciervos y en segundo término jabalíes… y viceversa. Los argumentos resultan válidos y todos tienen algo de razón. Veamos los argumentos de quienes se inclinan por la caza del jabalí. Se lo caza todo el año, aunque en distintas provincias por las vedas, respetando a las hembras preñadas o en ciernes de pariciones. Salta uno y le responde: “¡Pero antes se las mata sin permitirle­s que se preñen!” Y entonces es lo mismo. El otro le responde: “¡Pero si matamos machos, nos quedamos sin reproducto- res!” Y así pueden discutir horas. El cazador viejo y cur tido en 10 0 apostadas, con heladas o noches insoportab­les por la canícula y los mosquitos, hace una pausa y dice: “El jabalí es astuto, nunca se descuida, aún con sus sentidos algo embotados por el celo… ¡Y cuanto más viejo más ladino!”. Al ciervo macho se lo puede encontrar por casualidad durante todo el año, en una aguada o en una pastura, pero no es fácil, son encuentros casuales. Se lo caza en brama, cuando delata su presencia berreando y su única defensa son las ciervas atentas; él se la pasa alborotand­o el monte para ahuyentar a la competenci­a y mantener reunidas a sus transitori­as y volátiles compañeras, que sólo requieren de él la simiente fecunda. Y entonces, el cazador se aprovecha de su indolencia, controla el aire, se enmascara en la foresta… y lo abate. Todo se limita a un momento de debilidad que denuncia con su reclamo amoroso. Un verraco, un colmilludo veterano, quizás con algunas reyertas ganadas a la perrada y algún plomo mal ubicado, ventea largo rato antes de entrarle a la ceba resoplando con el hocico hacia lo alto, escucha a 200 metros el ronquido del que se quedó dormido, olfatea a la distancia al cazador que no controló la dirección del aire que le parecía inmóvil, olió el humo del tabaco o la grapa desde la profundida­d del monte... Entonces el cazador escucha el rezongo de su enojo cuando se aleja por el monte, preguntánd­ose qué hizo mal. Y probableme­nte hizo… casi todo bien pero no todo y vuelve frustrado a las casas. A hora le toca el turno al cazador del ciervo: “Al chancho lo cazo todo el año, adonde no me corre la veda. Con luna llena, buenos rastros en los charcos cebados, es cuestión de días, pero lo cazo. Y las posibilida­des aumentan con los adelantos tecnológic­os: las miras ATN que convierten en día a las noches sin luna y las cámaras espía que informan horario de las entradas y casi, casi, el tamaño de los colmillos. Prefiero cazar ciervos, porque madrugo y cuando amanece en las frías mañanas sigo la brama que no siempre permanece en un mismo sitio, y debo caminar horas hasta encontrar a un macho que no me gusta… y otra vez a empezar. No es cuestión de tirarle a lo primero que encuentro montando una cierva”, asegura describien­do con crudeza la intimidad de los cérvidos. Conversaci­ones y pareceres que eternizan noches de fogón o sobremesas de medio días tardíos, pero siempre con el mismo resultado: la pasión venatoria que nos atrae irresistib­lemente al apostadero o ala caminata sigilosa por el monte.

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