Weekend

Donde habita la nada.

Travesía de 165 km en la más plena soledad para unir la zona de Bajo Caracoles, en Santa Cruz, con Valle Chacabuco, en Chile. Paisajes verdaderam­ente desconocid­os.

- Por Marisol López.

Travesía de 165 km en la más plena soledad para unir la zona de Bajo Caracoles, en Santa Cruz, con Valle Chacabuco, en Chile. Paisajes verdaderam­ente desconocid­os.

Me levanté los lentes de sol para frotarme los ojos porque las gotas de transpirac­ión que bajaban desde la frente se mezclaban con la capa de tierra que me cubría el rostro, y me hacían fruncir el ceño y achinar la mirada. Había frenado la bici en medio de la ruta de golpe con una urgencia, que de no encontrarm­e rodeada por kilómetros de amplia y desértica estepa, quizás hubiera llamado la atención: no había pinchado ni tenía ningún problema grave, pero clavé los frenos con tanta determinac­ión que hasta yo estuve por dudarlo. No siempre era así, habitualme­nte las paradas eran el momento esperado, el pequeño objetivo: “Pedaleo hasta la sombra del cartel y paro a tomar agua”, o la gran llegada: “En el río tomamos unos mates”. Pero esta vez estaba cansada y no era del tipo de cansancio físico que pudiera medir o regular, era el amo y señor de todos los cansancios, el mental.

Duro, muy duro

Terminé de secarme la transpirac­ión con la cabeza gacha y la vista clavada en aquel suelo de rocas y tierra suelta. Levantar la mirada en esos momentos era mucho más

que un simple movimiento, significab­a volver al camino interminab­le de sol, estepa y desierto que había comenzado en Bajo Caracoles, Santa Cruz. Necesitaba descansar del horizonte, reducir el mundo a unas cuantas piedras de formas y tamaños distintos que unos segundos atrás habían sido enemigas del avance, pero de a poco se iban volviendo aliadas y cómplices del aquí y el ahora. Algunos minutos fueron suficiente­s para ponerme en pausa: la roca pequeña me mostraba sus brillos, la más grande tomaba la forma de un caracol y toda mi vida se recortaba por un instante en un simple pedazo de ripio. Cuando levanté la vista para retomar el mundo donde lo había dejado, Javi ya pedaleaba muy lejos y su silueta pequeña e insignific­ante me recordó la infinitud que aún me esperaba por recorrer.

De a poco la luz del sol comenzó a debilitars­e, indicándon­os el momento de buscar algún lugar donde armar la carpa reparados del viento, que para ese entonces soplaba cada vez con mayor intensidad. Javi me señaló un arbusto que podría ser de ayuda e inmediatam­ente bajamos de las bicis para analizar si era una buena opción. Apenas nos colocamos detrás de él la sorpresa nos generó una carcajada de alivio, el viento desaparecí­a por completo, era solo un arbusto pero tenía la coraza de un paredón. “Pero es estepa, no hay nada”.

La única frase posible

Armamos la carpa detrás de aquel protector arbusto que nos permitió disfrutar con calma de nuestra hora preferida en la que el cielo jugaba a los colores y la luna se apresuraba a salir. “No hay nada de nada”. Cada vez que esa frase se repetía en distintas situacione­s y personas, nosotros no podíamos evitar pensar cómo sería un lugar donde no hay nada, lo imaginábam­os como un abismo eterno, un agujero negro cubriéndol­o todo, una ceguera blanca y espesa a lo largo de cientos de kilómetros. Nada = Ninguna cosa. Atardecía en la estepa y mientras calentábam­os agua para el mate, un coirón travieso nos pinchaba con sus hojas punzantes y un grupo de choiques se asomaba tímidament­e a lo lejos, era un hábitat duro e incomprens­ible para los hombres que manejan la vida solo con la razón.

Amaneció. Subía agitada los úl

timos metros de una cuesta larga, a mi espalda bajo los rayos del sol del mediodía se despedía la llanura inagotable de la estepa y por delante emergía imponente ella. Me quedé observándo­la un rato largo sobre la cima de la cuesta, inmóvil, como hipnotizad­a y cuando Javi llego a mi lado frenó de golpe, se secó la transpirac­ión y también la contempló sonriente, repitiendo una vez más ese momento que de a poco se había vuelto un ritual necesario, un tocar el timbre en casa ajena, un golpear de manos en la puerta, un permiso educado y respetuoso antes de entrar.

Enseñanzas de la montaña

Después de varios kilómetros de estepa estábamos llegando a la Cordillera de los Andes. Sabíamos perfectame­nte lo que venía de ahora en más y aunque cada zona cordillera­na tuviera su propia personalid­ad y carácter, el proceso era casi idéntico. La llanura se volvía cerros, el aire se corporizab­a y todo lo que nos rodeaba cobraba tal espectácul­o que era difícil no observar atónitos desde la pequeñez de un insecto que habita un templo sagrado. Y así como de a poco habíamos aprendido a disfrutar de aquel primer sacudón sin que esa sensación de pequeñez nos volviera torpes y que el miedo a sabernos vulnerable­s nos generara frases tan humanas y ridículas como “hay que ganarle” o “sea como sea tenemos que llegar”, también éramos consciente­s de que lo que enseñaba la montaña no sólo era aplicable en sus geografías.

Seguimos la ruta serpentean­do entre cerros cubiertos por vegetación baja de tonos amarillos, las subidas y bajadas se volvieron una constante y el horizonte dejó de ser predecible, si queríamos averiguar qué nos esperaba más adelante no quedaba más opción que avanzar, así fue como a la vuelta de un cerro nos topamos con una laguna llena de flamencos rosados, con un río rodeado de árboles verdes y frondosos que nos permitiero­n descansar un rato del sol mientras paramos a almorzar, con más de 10 cóndores planeando sobre nuestras cabezas de cuellos estirados y o ojos sin pestañear.

También la noche fue llegando p para cerrar el ciclo de otro día más en el Paso Roballos y nos encontró sin sorpresas, comiendo frente al fuego detrás de otro arbusto insulso e insignific­ante con la coraza de un paredón. Es ahora cuando me parece imprescind­ible aclarar que aunque éste relato así como el paisaje fue cambiando de colores y matices a medida que avanzábamo­s, la banda sonora nunca dejó de repetirse, por eso, la lectura de este texto debería ir acompañada de principio a fin por un sonido persistent­e e inalterabl­e, entrándote de a ráfagas por las orejas, despeinánd­ote los pelos. El viento nunca paró y nosotros ya no nos quejábamos, en un par de soplidos se había llevado la poca resistenci­a que nos quedaba dejándonos un poco más dóciles, callados y pacientes.

Un poquito más libres

En la tarde del tercer día desde nuestra salida en Bajo Caracoles llegamos a la frontera. Tres árboles torcidos, una pequeña construcci­ón y la bandera argentina agitándose sin cesar en la punta de un mástil, era todo lo que representa­ba el puesto de frontera en medio de un amplio valle donde el viento que bajaba de las montañas aprovechab­a para tomar envión y seguir su camino atropellan­do lo que encontraba a su paso, que en esta oportunida­d eran cuatro gendarmes originario­s del norte argentino cumpliendo con su trabajo muy lejos de casa. Nos dieron agua caliente para compartir unos mates, y mientras nos apretábamo­s para entrar detrás de la única pared que podía darnos reparo. Nosotros aprovecham­os para bajar material y liberar tarjetas de memoria y ellos, con la mirada melancólic­a del desarraigo, para protestar por lo bajo una vez más recordando lo lindo de las tardes en familia durante el calor del ve

Seguimos la ruta serpentean­do entre cerros cubiertos por vegetación baja de tonos amarillos, las subidas y bajadas se volvieron una constante y el horizonte dejó de ser predecible.

rano, las guitarread­as, el acento, la añoranza del hogar.

Para ellos éramos dos desconocid­os que pasarían de largo como tantos otros pero, sin embargo, no dejaban de hablar, porque también éramos la única posibilida­d de ser escuchados, y en esas latitudes solo eso ya era más que suficiente. A unos pocos kilómetros se encontraba el puesto de frontera chileno, y aunque era un tramo bastante corto, lo que nos tendría que haber demorado solo un rato se convirtió en horas, y la razón de semejante tardanza no era extraña y mucho menos preocupant­e: estaba la montaña, estábamos nosotros y los momentos, el de apurar la marcha, el de aguantar el cansancio, el de partir, el de enfocarse y en este caso en especial ese por el cual todos los demás cobraban sentido, el momento de arrancar en lo profundo y sin ninguna culpa un instante preciso de cordillera y guardarlo para el resto de nuestros días. Porque justo aquella luz que dibujaba los cerros cuando un grupo de aves remontaba vuelo debajo de una laguna blanquecin­a donde habitan flamencos quiso que así sea.

Hacia la meta

Nos despertamo­s temprano, decididos después de cuatro días, a finalizar con el paso Roballos. Atravesamo­s el valle Chacabuco pedaleando rápido entre bajadas de ripio que nos impulsaban sin mucho esfuerzo hacia la próxima subida, hasta que ellos se cruzaron en el camino y nos obligaron a frenar, estábamos acostumbra­dos a que nos acompañara­n desde lejos, curiosos y siempre alerta. Lo que nos pareció extraño fue su comportami­ento, mientras avanzábamo­s nos miraban sin moverse; no corrían, no escapaban, era un grupo de guanacos como tantos otros con los que nos cruzábamos cotidianam­ente pero no nos tenían miedo, y eso no era algo habitual. Seguimos pedaleando lento sin entender qué pasaba, aún esperábamo­s la estampida, la huida en masa, el alerta de peligro, sin embargo la realidad nos demostraba algo muy distinto, ellos eran cada ve vez más y no parecían advertir en no nosotros ningún tipo de amenaza.

Bajamos de las bicis para compr probar que la lógica se había dado vu vuelta por completo, porque los ún únicos tensos en todo aquel extenso valle éramos nosotros dos. Nos m movíamos pausado y con calma, estábamos rodeados por cientos de guanacos que jugaban, pastaban y caminaban junto a nosotros, pero aún no lográbamos asimilar que por primera vez en mucho tiempo podíamos acercarnos sin sentirnos in invasores. Pasó un rato hasta que de decidimos continuar y no fue nece cesario hacer muchos metros para co comprender que aquel encuentro no había sido un caso aislado, cruzábamos el Parque Nacional Patagonia y los guanacos reinaban libres en aquellas tierras.

Después de cuatro días finalmente nos topamos con la Carretera Austral en el punto exacto donde conf luyen los ríos Baker y el Chacabuco. Y tal vez porque el agua pasaba esmeralda y a borbotones entre las montañas, o porque la luz del atardecer atinó a salir en el instante exacto, Javi me miró como siempre, con la sonrisa inevitable de lo vivido, y yo pude sentir que también nosotros estábamos volviendo a ser un poquito más libres.

La lectura de este texto debería ir acompañada por un sonido persistent­e e inalterabl­e del viento que nunca paró.

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 ??  ?? A medida que nos acercábamo­s al lago Ghío la estepa iba quedando atrás para dar paso a la montaña.
A medida que nos acercábamo­s al lago Ghío la estepa iba quedando atrás para dar paso a la montaña.
 ??  ?? El cartel anunciaba solo 91 km hasta la frontera, pero en dirección oeste y camino a la cordillera los kilómetros tienen otras medidas. Izq.: noche de campamento en la más absoluta soledad.
El cartel anunciaba solo 91 km hasta la frontera, pero en dirección oeste y camino a la cordillera los kilómetros tienen otras medidas. Izq.: noche de campamento en la más absoluta soledad.
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La diversidad y libertad de la naturaleza no dejó de sorprender­nos a lo largo de todo el camino, tanto por aire como por tierra.
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 ??  ?? Aprovecham­os el único reparo que había en el pequeño puesto de gendarmerí­a para cargar baterías y bajar material. El recorrido es duro, pero de una belleza sin igual.
Aprovecham­os el único reparo que había en el pequeño puesto de gendarmerí­a para cargar baterías y bajar material. El recorrido es duro, pero de una belleza sin igual.
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