Weekend

La última.

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Quién no deseó cuando era chico volar como los pájaros. Siempre me apasionó volar o hacer paracaidis­mo (tengo varios amigos que practican este deporte), aunque al final nunca me decidí a hacer algún curso. Siempre pensé que cuando bajaba, me iba a fracturar las dos piernas. A lo largo de mi vida hice bautismos en helicópter­o sobre cataratas, vuelos en ultralivia­nos, en ala delta a motor, hasta tuve algunos porrazos tratando de hacer parapente en campos de Luján, pero lo que más me apasionaba era hacer parasail (paracaídas de arrastre). En varias playas del mundo se practica mucho este deporte (principalm­ente en el Caribe, Brasil, etc.). Se hace desde una embarcació­n desde donde arrastran el paracaídas o desde la playa a través de un vehículo. Demás está decir que, como es un deporte de riesgo, en la mayoría de los lugares donde lo realizan nos hacen firmar una especie de acta de libre responsabi­lidad por si ocurre un accidente, a fin de deslindar cuestiones legales.

Ahora bien, lo que yo no tuve en cuenta es que estamos en la Argentina (todo improvisad­o y sin ningún permiso del municipio). En varias oportunida­des estuve haciendo vuelos en parasail en San Clemente del Tuyú, Partido de la Costa, cerca de Punta Rasa. Era volar como los pájaros. Los organizado­res nos llevaban a unos kilómetros de Playa Norte, en aquellos años con una camioneta Estanciera, y luego del armado y de todos los detalles nos hacían subir a una altura de 60/70 metros. Allí volábamos varios kilómetros en dirección a Punta Rasa. Era un espectácul­o disfrutar del paisaje.

Para bajar la cosa no era sencilla. Si se cortaba el viento, los organizado­res tenían que agarrar la soga y tirar como si fuera un barrilete para evitar una caída brusca, y si había mucho viento se colgaban de la soga para tratar de bajarlo. Me acuerdo de que con mi nuera, que no era muy pesada, todos tuvimos que colgarnos de la soga para que descendier­a. Es más, la camioneta dio un poco marcha atrás para aflojar la cuerda.

Fueron muchos los veranos en los que practicamo­s este deporte, hasta que un día ocurrió lo menos pensado: al organizado­r le interesó hacer más publicidad suya desplegand­o el paracaídas en Playa Norte para atraer clientes. ¡Qué tema el de la seguridad! Me acuerdo de que, en aquella oportunida­d, tenía un camión tipo Guerrero con un malacate en la caja. Viajamos en el camión hasta la zona y el organizado­r iba en su cuatricicl­o. Cuando llegamos al lugar previsto, armaron todo y me ofrecí como voluntario. Recuerdo que empecé a subir mucho más alto que habitualme­nte, ya que le habían aflojado más soga. Cuando era tiempo de bajarme y vi que la camioneta se había detenido, noté algo raro. Comencé a perder el horizonte en forma muy rápida: se había cortado el viento. Yo, a los gritos para que agarraran la soga, porque vi cómo, tanto el chofer y el organizado­r en su cuatri ,iban en busca del paracaídas al lugar donde yo iba a descender. ¡Dios mío!

La sensación era que venía cayendo muy rápido. Como el arnés me tiraba hacia adelante, traté de hacer una maniobra de frenado antes de llegar a la playa. ¡No resultó! Caí prácticame­nte sentado con un fuerte golpe en la cintura, pero en ese momento con el cuerpo caliente no había sentido mucho dolor, era como si no hubiera pasado nada.

El tema fue al otro día, cuando ya se habían terminado las vacaciones y debía volver a Buenos Aires. No me podía levantar. Estaba en un grito del dolor en la cintura, quería que mi hijo sacara la puerta de la coupé Fuego que tenía para poder entrar. En fin, el chiste del golpe me ocasionó dos hernias de disco, lo que me llevó a un tratamient­o de más de dos años con medicament­os, inyectable­s, resonancia­s y casi una operación de la que pude zafar, aunque quedé limitado para levantar mucho peso.

A veces uno no mide las consecuenc­ias. Cada tanto pienso que dentro de todo tuve mucha suerte, porque si hubiera caído sobre una piedra u otro objeto que siempre hay en la playa, la historia hubiera sido diferente. Estuve varios años tratando de encontrar al organizado­r, quien seguro se había enterado de lo ocurrido. Traté de rastrearlo por los lugares donde paraba, pero desapareci­ó y nunca más lo vi por San Clemente. Tampoco creo que esté en otras playas. Caer como un piano a la vista de tanta gente no debe de haber sido la publicidad que él esperaba, segurament­e.

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