Weekend

Ecuador exuberante.

La riqueza verde de este pequeño país asombró tanto como sorprende el poco espacio que le dejan a la naturaleza.

- Por Bernardo Gassmann.

La riqueza verde de este pequeño país asombró tanto como sorprende el poco espacio que le dejan a la naturaleza.

Definitiva­mente dejé atrás el frío, ahora empezaría a dormir más en la hamaca que en la bolsa. Para cruzar Ecuador básicament­e hay tres opciones: por la llamada Ruta del Sol sobre la costa, las sierras en el centro o la selva por el oriente. La última prometía pocos desniveles, desni pero sí mucha lluvia, así que, que dispuesto a mojarme, opté por es esta. El país es relativame­nte corto, d de sur a norte sólo tiene unos 1.200 km. k

De Macará hasta Lo Loja el camino discurre por una zona de montaña más bien boscosa. En un descanso me encuentro frente a un campus experiment­al de la Universida­d de Agronomía, donde me recibieron para alojarme y, junto a los alumnos, salí a recorrer huertas y plantacion­es de frutas. Me fui con la panza y las alforjas a tope de comida.

Contacté a una persona popular entre los cicloviaje­ros que ofrece alojamient­o en un museo por medio de una página muy útil para este tipo de excursione­s, warmshower­s.org. Me recibió con un trago que prometía ser curativo, entre otras tantas propiedade­s. Eso sí, había que taparse la nariz y bajarlo de una. Al evaluar que me encontraba solo en un museo, contra una pared repleta de escopetas, en un lugar que no conocía, con un hombre que jamás había visto y haciéndome tal propuesta… sin dudar acepté. Aquí no se sigue la premisa de “mejor malo conocido que bueno por conocer”, es mejor conocer y punto. El trago resultó salir de un frasco de 20 litros con una culebra sumergida en alcohol etílico y alguna cosa más. Estaba inmunizado.

A los pocos días estaba entrando a la troncal amazónica. Aquí la lluvia no molesta demasiado, amén de que caía a baldes, ya que ayuda a aplacar el intenso calor tropical.

Si bien la ruta que elegí cruzaba por la selva, estaba todo bastante intervenid­o por la mano del hombre: sembradíos y pastoreo en su mayoría. Así que, en busca de zonas más vírgenes, me adentré siguiendo unas finas sendas que figuraban en el mapa. Ahora sí era lo que buscaba, al costado del camino todo selva que no ha sido intervenid­a por el hombre (aún).

Arboles de 25 metros (en ese mismo momento se descubría el árbol más alto de la Amazonía de 88 m), frutas por todos lados al alcance de la mano y animales e insectos de todos los colores.

Animales y humanos

Por esos tiempos se estaban desatando los feroces incendios del Amazonas, tristement­e se podía ver el horizonte oscurecido y oler el humo a la distancia. Arboles de 300 años y la mayor biodiversi­dad del planeta poco a poco remplazado­s por hectáreas de monocultiv­o de grano transgénic­o. De nuevo la codicia ganando a la sensatez.

Lo que resultaba imposible era acampar libre por aquí. Sí o sí tenía que buscar un caserío. Seguro algún bicho me comía con carpa y todo, así que con lo justo llegué a Nayamanaca, donde me encontré con que estaban celebrando algo en la plaza. Era una locura y había de todo, hasta una corrida de toros con los borrachos tirándose sobre los animales. En fin, estaba entre el peligro de la fauna por un lado y de hombres alcoholiza­dos por el otro. Con un ojo abierto y otro cerrado, pasé la noche en el pórtico de una casa.

Me quedaban dos tramos más en estos caminos hasta retomar la troncal amazónica, pero en el medio se me cruzó un río. En lugar de puente había una tirolesa donde, por medio de un cable de acero, te cruzaban en un carro. El primer cruce transcurri­ó sin problemas, pero varios kilómetros después, en el segundo, el cable estaba dañado. Volver significab­a retroceder 10 casilleros, y la mitad en subida, por lo que se me ocurrió cruzar el río con la bici al hombro durante 300 m. No era demasiado profundo, más bien playo y ancho. Lo investigué y aborté el plan. De modo que no quedó más que volver por el mismo camino. Allí fue cuando, mientras les contaba mi odisea a unos lugareños, entre risas me informaban que ese río (Pastaza) estaba infestado de boas y culebras: “Es una autopista para los bichos”. Me fui feliz.

Sucede algo curioso cuando te llueve todo el día nivel catarata en la bici: el agua entra por el más recóndito agujero, ranura o espacio vacío. De modo que la diferencia entre la ropa que llevo puesta y la de la alforja es prácticame­nte nula. Así estuve pedaleando - nadando durante tres días completos.

Ahora empiezo a ganar altura, tomando la Ruta de las Cascadas y pasando por Baños de Ambato. Quito está cerca ya, pero decido desviarme para entrar al Parque Nacional Cotopaxi. Imponente volcán de 5.900 msnm que me quedé con las ganas de subir: en un país que se mueve en dólares, el permiso estaba casi a su misma altura.

Venía ya con varias noches de acampada, de modo que en Quito tendría descanso en una cama, lavado de ropa y un poco de vida citadina. Este tipo de viajes tiene de bueno que uno pasa como si nada de dormir en la selva con los monos a una cama con sábanas en un hostel, conociendo personas de todo el mundo.

En mi último día en Ecuador retomo la ruta y el trámite que imaginaba que tomaría sólo un rato se convirtió en unas subidas terribles. Si bien los paisajes y la gente eran asombrosos, no estaba motivado para el esfuerzo. Como un ángel de la guarda aparece de la nada un ciclista veterano que se me pone al lado y se puede decir que me lleva hasta arriba. Luego desaparece sin dejar rastro. La magia del camino. Contento y cansado, me quedo con el pasaporte en la mano, esperando el sello para cruzar otra barrera.

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Arriba de izquierda a derecha: un día de turista en Quito. De fondo, el volcán Cotopaxi, que con sus 5.897 msnm es el más alto entre los activos. Cruzando los ríos de la Amazonía en tirolesas. Lo que para unos es una aventura, para otros, moneda corriente.
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Abajo, izquierda: Quito sin dudas, fue la capital más ordenada por la que pasé. Pero, como todas, está en esa lucha eterna entre mantener sus raíces o imitar a las grandes metrópolis del mundo.

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