Weekend

¡El último bote!

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Principios de los ochenta, Laguna de Gómez en Junín en su mejor época. La madrugada brumosa de un Jueves Santo me encontró transitand­o, con mi amigo José, una ruta 7 repleta de autos con pescadores. “¿Reservaste bote, no?” ¡La pregunta pegó fuerte! Allí tomamos conciencia de nuestro destino. Tendríamos que adelantarn­os al resto o estaríamos condenados a pescar de costa. Que era lo mismo que pescar nada… Recuerdo que aceleraba y pasaba tantos autos como podía, pero mis intentos por adelantar se frustraban contra un telón blanco sobre el parabrisas del Renault 12 y otra vez volver a la fila. Con apuro y con paciencia, entre aceleradas y frenadas, se fueron pasando los kilómetros que nos separaban de la laguna. Una extensa cola de pescadores, que ocupaba con sus pertrechos todo el largo del muelle, esperaba su turno para conseguir un bote. ¿Y nosotros? ¡En el último lugar! Uno a uno iban embarcando y con cada bote que partía se esfumaban nuestras ilusiones de lograr una pesca decorosa. “¡Tienen suerte muchachos, el último bote!”, nos dijo el encargado. Estaba allí amarrado y muy solito, el que todos desecharon. Un casco plástico, vetusto y dimi- nuto, rojo desteñido, piso de maderas crujientes… “Es lo que hay”, acotó el botero mientras ayudaba a colocar nuestro poderoso Yumpa 5. ¡Y partimos a la aventura! La jornada de pesca comenzó venturosa. El sol asomó limpito por el horizonte despejando los últimos vestigios de la espesa niebla. El ancla, especie de grampín de manufactur­a casera con dos hierros oxidados, fue a parar al agua y comenzó la acción. Las boyas se paraban y corrían, alguna clavada certera de tanto en tanto y unos lindos pejerreyes en la bolsa. Tanta felicidad duró hasta media mañana… Primero se escuchó un silbido agudo que interrumpi­ó la calma, acto seguido las aguas se comenzaron a encrespar, luego se desató la tempestad. Recuerdo que el ancla apenas arañaba el fondo de la laguna y el diminuto bote era arrastrado en forma incontenib­le vaya a saber adónde. ¡Emergencia a bordo! Recoger las líneas, ponerse los salvavidas, bajar la carga al piso y aguantar el bote con los remos. Segundos eternos llevó poner el motor en marcha… El panorama era desolador, en pocos minutos no quedó ningún bote en la laguna, no teníamos nadie a quien pedir ayuda, ni nada con qué llamar la atención. ¡Los celulares no se habían inventado! Las olas entraban por la proa. Las mojarras, antes condenadas a morir como carnada, ahora nadaban por el bote disfrutand­o su completa libertad. José, sentado en el piso, no paraba de sacar agua con el balde. Todo lo que nos quedaba de este mundo a punto de desaparece­r bajo el agua y nosotros con él. Maldicione­s a gritos que nadie podía escuchar. Para colmo de males, a medida que el motor aceleraba, el bote embarcaba más y más agua. No quedaba otra que capear el temporal, apenas regulando y corrigiend­o el rumbo entre ola y ola. De tanto en tanto el motor tosía y amenazaba con pararse. Ni pensar en reponer combustibl­e en esas condicione­s. El muelle, destino seguro y salvación, se veía perdido en el horizonte, y nuestros avances eran despreciab­les. Dos horas de intensa lucha nos costó llegar a tierra… El viento continuaba soplando con fuerza, ya todos se habían ido. La flotilla de botes, formando una prolija hilera, descansaba sobre la costa. Nadie advirtió nuestra ausencia y menos aún nuestra llegada. Maltrechos y empapados, atamos el bote a los palos del muelle y trepamos por la escalera. Mientras caminaba hacia el auto arrastrand­o el fuera de borda con la poca energía que me quedaba, no pude menos que darme vuelta a contemplar­lo. Allí estaba otra vez, muy solo en el agua: “¡El último bote!”. ¿Cómo terminó nuestra historia? Una sustancios­a parrillada en un cruce de rutas, siesta para reponer fuerzas al reparo de un cartel y regreso a casa con las primeras sombras de la noche. ¿Y la historia del bote? Vaya uno a saber qué otros padecimien­tos se habrán vivido a bordo…

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