Weekend

¡Un asado, por favor!

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Vacaciones de invierno hace más de treinta años. La propuesta de mi viejo: semana de pesca en Monte Hermoso y sólo para hombres. ¡Todo pesca sin límites horarios! Mi mamá y mi hermana se quedarían en casa y esta vez nadie fastidiarí­a con la bocina del auto, anticipand­o el final de cada jornada. Nuestros anfitrione­s: Salvador y Francesca, matrimonio italiano radicado en Bahía Blanca, gente de trabajo que dedicaba sus días de descanso a su pasión por la pesca y por el mar. La casa de Monte Hermoso, todo un templo consagrado a la pesca que paso a describir: elevada sobre columnas al borde del médano, con enormes ventanales para la plena contemplac­ión del mar y varios pequeños dormitorio­s, que a modo de camarotes garantizab­an albergue a todos los amigos que quisieran compartir con ellos esos días memorables. La planta baja libre era el estacionam­iento para los autos de los invitados. Al fondo un gran galpón, y adentro un fantástico universo para la admiración y el disfrute. Un impecable bote rojo de líneas bien marineras sobre su tráiler, motores fuera de borda, equipos de pesca por todas partes, trajes de agua, mediomundo­s y redes tapizando las paredes, más la frutilla del postre: una Estanciera doble tracción para uso exclusivo en la playa, anticipo de las 4x4 que llegarían muchos años después. Las jornadas se iniciaban siempre antes del alba, cuando don Salvador hacía sonar su silbato y todos saltábamos de las camas. Un buen desayuno para enfrentar el frío, los preparativ­os para cada actividad, enganchar el tráiler a la Estanciera y a rodar por la playa cada día, rumbo a una aventura diferente. Hubo pescas mar adentro desde el bote, regresando con tantas pescadilla­s como se podían cargar. Recuerdo que don Salvador enfrentaba las olas con los remos, él confiaba más en la fuerza de sus brazos que en la potencia de los motores. Otros días capturamos lenguados en la desembocad­ura de los arroyos, extrajimos pulpitos de las rocas, pescamos pejerreyes al pulso, sacamos camarones y cornalitos con las redes, pescamos rayas, brótolas, cazones, meros y cuantos peces existían. Todo lo que se capturaba era para consumir y todo lo que nosotros no alcanzábam­os a comer, o sea el noven- ta y nueve por ciento de esa inmensa cantidad, iba a parar a la cámara frigorífic­a del carnicero, con destino al asilo de ancianos de Bahía Blanca. Hasta allí todo bien salvo por una cosa: “¡El pescado se debe regalar limpio!”, ordenaba don Salvador y asentía Francesca. Imposible limpiar todo en la casa, por lo que el frío implacable de cada atardecer ventoso nos encontraba de rodillas en la arena de una playa desierta, limpiando toneladas de pescado. ¿Y la comida? Ahora se viene lo mejor… Todas las comidas se componían de dos o tres platos diferentes, siempre a base de pescados que Francesca elaboraba con calidad profesiona­l: pescadilla­s fritas rebozadas, pulpitos en arroz con azafrán, brótolas a la crema con papas, camarones fritos y crujientes, sopas con cabezas de pescados, ovarios de pescadilla­s fritos, un manjar que nunca más pude probar, y qué se yo cuantas cosas más. Recuerdo también los gordos pescados que nuestro anfitrión asaba en una curiosa parrilla dentro del living. ¡Nunca imaginé que se pudieran comer productos del mar en tantas formas diferentes! Sólo nos faltó desayunar cornalitos con dulce de leche y merendar chocolate con almejas… A esa altura de las cosas, el síndrome de abstinenci­a se iba acentuando. ¡Nadie mencionaba nunca un bifecito! Las vacas de nuestra pampa desfilaban en mis sueños. Como todo tiene un fin, llegó el día del regreso. “¿Por qué no se quedan a comer y salen más tarde?”, preguntó Francesca. “¡Estamos apurados, debemos llegar temprano!”, afirmó papá. A l sa lir a la r uta nuestros ojos desesperad­os escudriñab­an el horizonte. Deseos incontenib­les de estrellar el auto contra la primera parrilla que se cruzara al paso. -Señores. ¿Qué se van a servir?”, dijo el mozo. -¡Un asado, por favor!

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