Weekend

Noche de terror

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Buceando en las profundida­des de mi mente, emergen los recuerdos de unas vacaciones en familia en Santa Teresita. Tendría entonces nueve o diez años de edad, cuando llegamos a tan lejano lugar en el Auto Unión de mi viejo, desparrama­ndo su habitual humareda por el otrora polvorient­o camino de tierra. Recuerdo que alquilamos entonces un chalecito muy prolijo a una cuadra del mar, con jardín en el frente y garaje para el auto, el cual se considerab­a parte de la familia y se trataba como tal. Cruzando apenas el médano, nos esperaban las anchas playas y un mar con su espuma blanca y sus rugientes olas, toda una novedad para nosotros. Mientras las familias convencion­ales pasaban las horas con sus chicos jugando en la playa y haciendo castillos de arena, mi actividad preferida, a la cual se sumaban también mi hermanita y un chico vecino del lugar, era cazar lagartijas entre los tamariscos. Tras largas horas de observació­n y práctica, había desarrolla­do una técnica bastante eficiente para aproximarm­e y atraparlas con la mano. ¡Sí, con la mano! Las lagartijas iban a parar a un gran tacho y me entretenía luego cazando insectos vivos para alimentarl­as. Terminado el operativo, los pequeños reptiles eran liberados en su medio. El mes de vacaciones era largo y no se agotaban aquí las actividade­s. Con mi viejo, entusiasta de la pesca, visitábamo­s entonces la ría de General Lavalle tras las preciadas corvinas, que cuando no aparecían debíamos conformarn­os con algunas burriqueta­s. Uno de esos días en que la pesca estaba muy esquiva, decidí probar suerte con los cangrejos. Cañita en mano, con un solo anzuelo y una almeja pinchada, me dediqué a recorrer el cangrejal. Una por una cada cuevita, las orillas de barro y los pequeños canales. No pasé por alto ningún lugar, estaba sumamente concentrad­o en mi tarea. La estrategia se iba perfeccion­ando con la práctica y uno tras otro se venían los cangrejos prendidos a la almeja, mientras el balde plástico se iba llenando con los pequeños monstruos, apilados unos sobre otros. Uno, diez, cien, ni pude contar cuántos eran… “¡Hora de volver! Andá largando esos cangrejos”, dijo mi viejo. “Si papá, ya los suelto.” Mentira, no solté nada. Escondí el balde en un rincón del baúl del auto y me los llevé para la casa. Al llegar me apuré a bajar el balde y lo dejé en el garaje detrás de unas cajas para que nadie lo viera. Después me entretuve con las lagartijas y me olvidé… Dos de la madrugada, oscuridad total. El silencio profundo de la noche súbitament­e interrumpi­do por los gritos de mamá. Al instante todas las luces encendidas y mi hermanita parada sobre su cama llorando desconsola­damente. ¡Como si hubiera visto al diablo! No lo podía creer. ¡Qué desastre! La puerta del garaje esa noche quedó abierta. Había cangrejos con sus pinzas amenazante­s yendo y viniendo por toda la casa. Uno hasta se trepó por el acolchado a la cama de mis viejos. ¡Ni reproducir las cosas que decía papá! Corrían bajo las camas, se metían en el baño, salían por detrás de la heladera, caos general. Todos los dedos acusadores me apuntaban, no había excusas ni atenuantes de ningún tipo, había desobedeci­do, era mi culpa y lo debía solucionar. Reconozco que a pesar de todo, en el fondo siempre fui responsabl­e y me hice cargo de los problemas que causé. Luego de rogar que mis padres me perdonaran, recuperé la calma y me puse a trabajar. Uno por uno los cangrejos fueron regresados ilesos al balde, lo cual no resultó nada fácil de lograr. Papá tuvo que correr los muebles y yo terminé revisando todos los recovecos de la casa. Nadie durmió esa noche hasta que el último bicharraco fue recapturad­o. ¿Cómo terminó esta historia? Pagué mi culpa ese amanecer, caminando con el balde por la playa solitaria y liberando mis cangrejos. Todo lo vivido nos deja una enseñanza: cuando desobedece­mos e intentamos ocultarlo, casi siempre se descubre y muchas veces de la peor manera…

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