El llamado de Inuvik.
El autor llega a Canadá, donde se encuentra con grandes lagos, glaciares, parques nacionales y muchas más aventuras en esta nueva etapa de su itinerario americano.
En esta cuarta entrega, el autor llega con su camper a Canadá, donde se encuentra con grandes lagos, glaciares, parques nacionales y más aventuras de su itinerario americano.
Nuevamente en Canadá y con la brújula marcando persistente el Sur, comencé a recorrer mis primeros cientos de kilómetros en lo que en un principio sentí como mi vuelta. Claro que una vuelta de más de 24.000 km de distancia. Pero el rumbo sur, en definitiva, me iba a ir acercando progresivamente a la Argentina.
En mi idea de trayecto hacia el Sur, los destinos que iba a ir uniendomeloshacíamedianamenteprevisibles. Iba a cruzar el Territorio de Yukón y British Columbia para reingresar en los Estados Unidos por el estado de Washington.
Después de pasar Destruction Bay, a lo lejos, vislumbré el monte Logan. El más elevado de Canadá, con 5.959 metros de altura. Mi atracción instantánea a las montañas me hizo parar en un moderno centro de información de la región. Al preguntar sobre un posible ascenso a esta montaña me informaron que las expediciones se debían preparar con mucha antelación ya que la logística era compleja y requería un avión para la aproximación.
Si n i nt ención de otras consultas sobre paraderos en la zona y con un sentimiento de liviana frustración, me dispuse a comprar una linda calcomanía para el camper. En el riguroso proceso de selección de la pegatina, me crucé con un libro y varios folletos sobre un lugar llamado Inuvik. En corto tiempo aprendí que era el pueblo más al norte de Canadá al cual se podía acceder manejando y donde las aguas del mar llegaban en formas de ríos a sus costas. También me enteré que estaba a 1.300 km al norte de donde yo me encontraba, por lo que lo descarté como próximo destino y de esta manera, munido de la calcomanía, abandoné el recinto.
Ya en el estacionamiento, con un mate en la mano y convencido de no torcer el rumbo sur, sentí, sin embargo, que el viento del lejano norte me susurraba “Iiiiinuvik”. Miré reflexivo la espuma de la yerba como queriendo leerla. Miré a mi camioneta siempre lista y miré al camper, mi hogar lejos de mi hogar. A continuación sobrevino una última ráfaga de viento, más fuerte y más clara en su susurro, y en ésta nos montamos temerarios y partimos hacia el lejano norte una vez más.
Rumbo al extremo
Del trazado total, unos 750 km eran de ripio, por lo que las condiciones cambiantes de clima lo podían transformar en una suerte de trampa desolada para un conductor solitario. Roturas de neumáticos, recalentamiento de motor y falta de combustible eran problemas usuales y repetidos en el camino Dempster.
A los 200 km de partir, me encontraba estirando las piernas y armando otro mate compañero, cuando repentinamente, a 30 m de distancia, un gigante oso gri-
zzly emergió del bosque tupido. Al tiempo que ajustaba sus garras contra la tierra húmeda, clavó sus pequeños ojos en mí como midiéndome y olfateó el aire para adivinar qué tipo de bocadillo se le había cruzado en esa venturosa mañana. Sorprendido, aunque con el sigilo de un gato, manipulaba el mate en una mano y en la otra la yerba... Mi spray antioso se encontraba del otro lado de la chata, por lo que si el animal hubiese arremetido no hubiera tenido otra estrategia de defensa que tirarle el paquete de yerba por la cabeza y posteriormente acertar con la bombilla en su yugular. Por suerte este cuadro épico no se llevó a cabo, y el oso como apareció, desapareció. Aunque dándome tiempo de dispararle un par de fotos.
Pensé en la mala suerte de Leonardo DiCaprio en su encuentro con otro oso y seguí mi camino con la desfachatez del que ha enfrentado a la bestia y la ha vencido. Cubrí otros centenares de kilómetros y decidí parar a descansar y retomar la marcha en la madrugada.
Abandoné el asfalto de la Klondike Highway para tomar la extensa y rústica Dempster Highway. Distancias que percibía infinitas, soledad casi absoluta, la tundra desolada se abría inabarcable a los 360 grados. Teniendo en cuenta que para la fecha el sol nunca terminaba de ponerse del todo, los atardeceres concluían juntándose con los amaneceres, y de esta manera los colores dorados de la tierra, junto a los naranjas y rosas furiosos