Adorables torpezas
Sprache lebt! Und das zeigt sich auch im oft amüsanten Umgang mit der Sprache durch Nicht-Muttersprachler.
LLa lengua es un organismo vivo, que cambia rápidamente. Algunos de esos cambios disgustan o inspiran mil y una burlas, como la aceptación por parte de la Real Academia de errores considerados el colmo del ridículo y la vulgaridad, como «almóndiga» y «cocleta» por albóndiga y croqueta.
Confieso que yo tengo a menudo ataques de purismo lingüístico y despotrico cuando los políticos y los medios de comunicación emplean palabrejas como la inexistente y pretenciosa «interlocutar», muy de moda últimamente, en vez de utilizar «dialogar», esa palabra, tan bella en su sencillez, heredada de los griegos. Sin embargo, soy un ser contradictorio y caigo rendida ante el loco encanto de algunos usos peculiares, cuando no directamente incorrectos. En las zonas fronterizas, por ejemplo, las lenguas se mezclan en alegre promiscuidad y producen impurezas que pueden ser deliciosas. El gallego bebe del portugués, el castellano es invadido por el catalán y viceversa, el catalán se deja contaminar por el francés y lo contamina en justo intercambio. En Menorca, por ejemplo, dominada durante años por los británicos, a la ventana no se la llama con el vocablo catalán «finestra», como cabría esperar, sino «window», aunque fonéticamente convertido en «bindou». Si han ido ustedes por allí habrán oído también una de las expresiones más singulares y divertidas, que los menorquines sueltan cada dos por tres: «I do», fonéticamente pronunciado a la catalana, con la o muy abierta, y que significa más o menos «¡Y tanto!». O sea, que si le dices a un menorquín que hace calor, él puede contestarte: «¡I do!», alargando exageradadamente la o.
Lo que está claro es que, en materia de errores lingüísticos, aceptamos mucho mejor los de los forasteros. Yo tenía una amiga alemana, ahora desaparecida de mi vida, cuya manera de aplicarle un electrochoque a la lengua castellana era por todos apreciada. Ni siquiera la corregíamos porque sus errores eran tan creativos, con su marcado acento alemán que, a su lado, nuestra corrección parecía sosa y aburrida. «Pegué un chillo y dejé el secapelos», es sólo una muestra de las perlas con que nos divertía. Pero quizá lo más bonito que le oí, fue cuando ella trataba en vano de salir de su coche, un Citröen Dyane 6 muy atrotinado, y dijo: «He trrraspasado el suelo». Nos quedamos mirándola atónitos, sin comprender, y tardamos en socorrerla. Efectivamente, su zapato de tacón de aguja había agujerado el deteriorado suelo del coche, y la pobre tenía un pie en la calzada y no conseguía liberarse.
Una de las veces que peor lo he pasado en mi vida fue en el estreno en Madrid de una obra de teatro mía originariamente escrita en catalán que yo misma traduje al castellano. A pesar de que en los ensayos traté de corregir las constantes catalanadas de las dos actrices, durante el estreno, se me llevaban los demonios cada vez que las oía pegarle patadas al castellano. «La apocalipsi» en lugar de «el apocalipsis» es sólo una pálida muestra de las torturas que sufrió el texto original. Yo me estremecía imaginando las crueles burlas del público y de la crítica. Pensé que aquel era el fin de mi carrera. Pues no. Nada de eso. La obra tuvo éxito y, cuando le pregunté a una amiga escritora si no le habían repateado todos aquellos errores, me contestó sonriente que, al contrario, le habían hecho muchísima gracia y le parecía que dotaban de un encanto loco a la obra.
Así que ya saben: si se equivocan con el español, no se preocupen. Siempre habrá quien encontrará deliciosos sus errores.