Noche frenética por tierras de Castilla
Había quedado con unos amigos en un pueblo de Ávila para pasar con ellos, veterinarios de profesión, el Viernes Santo. Hacía un sol radiante y Javier, uno de los veterinarios, propuso hacer un pícnic a orillas del río Jerte, apenas a una hora en coche. Muy buena idea, ¡vamos!
Todo fue bien, nos zampamos el pícnic, incluidos los hornazos de Semana Santa, y empezaba a hacerse de no - che cuando nos dimos cuenta de que Javier y el coche habían desaparecido. Poco antes había discutido con su novia y se largó. Allí nos quedamos, bien nutridos y bien bebidos, pero sin saber cómo volver a Barco de Ávila. Subimos a la carretera y nos pusimos a hacer dedo. Éramos tres personas, un poco difícil que nos pudiera llevar un solo coche, pero, ¡sorpresa!, se paró un bulli con matrícula alemana y con pegatina distintiva: “Atomkraft? Nein, danke!”. Manosnegras, así le llamamos porque le faltaba una ducha, nos llevó al pueblo. Para devolverle el favor, le llevamos a cenar al único bar abierto, era la una de la madrugada. Ya sabíamos que nuestro amigo era vegetariano. Así que pedí al camarero del bar si tenía alguna verdura para nuestro chófer. El camarero me respondió con una gran sonrisa que sí, que tenía unas berenjenas muy ricas. Puso una bandeja de berenjenas cortadas en rodajas sobre la mesa y nos tiramos todos a por ellas, también Manosnegras, que miraba las berenjenas con una expresión incrédula. Pregunté al camarero si esas berenjenas eran realmente un vegetal. Nos explicó a carcajadas que eran criadillas de toro, cortadas en láminas. Miré a Manosnegras con pena, pero no me atreví a contarle toda la verdad.
Tengan cuidado con los camareros bromistas. Asegúrese de que le ponen lo que ha pedido. No deje que le tomen el pelo.