La Tercera

Diario de Invierno, lo que Paul Auster escribe bajo la nieve

Recién llegado a Chile, su último libro es la memoria de una vida rara y bastante feliz. Relata sus amores, sus inicios literarios y sus encuentros cercanos con la muerte. El escritor cumplió 30 años con su esposa, la escritora Siri Husvetd. “La memoria e

- Mili Rodríguez Villouta

R Lo empezó a escribir durante la nevada del 3 de enero de 2011 y lo terminó en mayo, cuando llegó la primavera. Y siempre en Brooklyn, siempre con Siri. Más de un crítico ha hecho notar la omnipresen­cia de su mujer en Diario de invierno. Auster sucumbe al efecto Siri en, quizá, un número exagerado de páginas.

Ella efectivame­nte sigue siendo la belleza radiante de un metro 82, una descendien­te de noruegos; una mujer de la nieve. La rubia que le salvó la vida a Auster (con ella ha publicado todos sus libros), justo cuando él –con una ayudita del azar- se había salvado a sí mismo.

Recién llegado a Santiago, el suyo es un libro hipocondrí­aco, nostálgico, lleno de gratitud y de buena memoria, una base de datos sensorial, un puzzle autobiográ­fico: el recuento algo maníaco de una vida rara y bastante feliz. Al enumerar las 21 casas donde ha vivido, por e j e mplo, “a b o r da su condición judía, su condición cosmopolit­a, un trotamundo­s de Nueva York a Nueva York con escalas en medi o mundo y a ñ o s d e trasterrad­o en París como un rezagado escritor bohemio de la Generación Perdida”, escribe Javier Aparicio Maydeu en El País.

El autor de Leviatán ha entrado con prudencia en el umbral de la tercera edad, cosa que jamás pensó que le sucedería. En ese punto, una lágrima. Su sensación térmica de lo que viene a continuaci­ón es una corriente de invierno, un gradual descenso de la temperatur­a.

“Trato de construir lo que en música se conoce como fuga”, ha dicho sobre este libro. Como es un diálogo consigo mismo, Auster se tutea: “Sin duda eres una persona precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su interior, desde el comienzo”.

Pero su punto de vista es el de un homenajead­o vecino de Brooklyn (donde existe en su honor una calle llamada Paul Auster, aunque é l , e l e g a nt e mente, no lo menciona), el del escritor que en Experiment­os con la verdad confesó que no lo pasa tan bien escribiend­o, pero se siente muchísimo

El piloto era él

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peor si no escribe. Y no está solo. Sus lectores comprenden que Paul Auster creó o puso a su nombre toda una parcela de la realidad: el azar.

Obsesionad­o desde siempre con el misterio de las casualidad­es, en este libro las acumula. Casualidad­es angelicale­s. Como la caída del trueno gigante que retumbó en el momento exacto en que se casaba con Siri Husvedt. O como la salvación de su mujer y su hija en un accidente automovilí­stico en que pudieron haber muerto los tres. El piloto era él, y el auto quedó completame­nte destrozado. Fue hace ocho años, y el escritor se prometió y cumplió no manejar nunca más.

En este viaje a través del invierno recuerda sus idilios y expedicion­es eróticas con las a d o l e s c e n t e s Ka r e n , Peggy, Linda, Brianne, Carol, Sally, Ruth, Pam, gran etcétera. (“Cuanto más te eludían, más apasionada­mente las deseabas”). Y el hecho de que en 1919 su abuela mató a su abuelo de un balazo. También habla de sus severos ataques de pánico, que comenzaron luego de la muerte de su madre: una señora muy humorístic­a y guapa que se casó tres veces.

Y todo el tiempo parece ser el sujeto elegido por la sección milagros del universo. El milagro mayor, el definitivo, fue una especie de lotería cósmica (algo que para cualquier otro escritor hubiera sido s i mpl e ment e –aunque nunca tan simplement­e- el fin de una mala racha, la postergada salida de un túnel de años sin dinero ni inspiració­n).

Fue una noche de tormenta: a las 2 de la mañana nevaba, y un joven Auster entró en una especie de fisura del tiempo. Y todo cambió: “Experiment­aste la revelación, un alborozado y epifánico momento de claridad que te abrió paso por una grieta del universo y te permitió empezar a escribir de nuevo”. Eran las primeras páginas de La invención de la soledad.

A esa misma hora, su padre moría de un ataque al corazón. Por buena suerte o mala suerte, en brazos de su última novia, en un acto de amor que fue un acto fallido.

Y -lo ha contado antes- esa muerte significó imprevisib­lemente su propia liberación: significó una pequeña fortuna. El dinero necesario para ponerse a escribir de verdad, justo cuando estaba absolutame­nte quebrado. Mejor dicho, cesante. Ese mismo año (1979), Paul Auster se había separado catastrófi­camente de su primera mujer, y tenía un hijo de tres años que vivía algunos días de la semana con él, casi en la extrema pobreza.

“La memoria es un negocio resbaloso”, dice. Ha descubiert­o que no puede vivir sin caminar: “Con objeto de hacer lo que haces, necesitas caminar. Andando es como te vienen las palabras, lo que t e p e r mi t e o í r su r i t mo mientras las escribes en tu cabeza. El acto de escribir empieza en el cuerpo”.

Auster, el obamista

Por estos días, Auster no se cuida mucho –disfruta del vino, fuma, tiene un miedo insuperabl­e al dentista. Vive en “cierto lugar” de Park Slope, Brooklyn, y predice con audacia una segura victoria de Barack Obama en las elecciones de noviembre en Estados Unidos. Y considera que los indignados y Occupy Wall Street son movimiento­s muy significat­ivos: “Es evidente que hay que repensar desde el mundo occidental, no sólo en Estados Unidos, el capitalism­o antes de que todos caigamos . Repensar c ó mo vivimos, desde abajo hasta arriba, en lo económico, lo social, en la educación…”.

Publicado primero en español que en inglés, en agosto el libro estará en EE.UU. y saldrá la versión

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