Pese a que la presente edición no tuvo los cuidados que merecía, es fácil sumirse en el encanto de la
Juan Manuel Vial la obra maestra de Edgar Lee Masters que tradujo el escritor Rodrigo Olavarría.
Edgar Lee Masters publicó la versión definitiva de su famosa y popular Antología de Spoon River en 1916, en una época en que la poesía estadounidense no estaba liberada de los formalismos que precisamente esta obra se encargó de hacer añicos. El éxito del libro fue instantáneo. Y transcurrido casi un siglo, resulta evidente que el conjunto de poemas no ha perdido vigencia. Es más: los imitadores de Masters (los ha habido buenos, mediocres y derechamente malos) cultivan hasta hoy en día el estilo del maestro y, al parecer, todavía queda espacio para que otros continúen haciéndolo. La fórmula es sencilla en apariencia, pero la genialidad, lo sabemos, va mucho más allá de las formas: se trata de muertos que hablan desde las profundidades del ce- menterio de Spoon River.
En total son 244 voces, cada una identificada con su nombre, el cual le sirvió a Masters para darle un título certero a cada poema. Todos los hablantes vivieron en el pequeño pueblo de Spoon River, todos se muestran elocuentes al momento de comunicar sus propios epitafios desde ultratumba, todos yacen enterrados en la misma colina que alberga al camposanto. La presente edición fue traducida por Rodrigo Olavarría, un escritor chileno cuya reciente traducción de Aullido, el extenso poema del estadounidense Allen Ginsberg, ha sido celebrada a diestra y siniestra en el mundo hispanoparlante.
A ratos el lector puede pensar que Olavarría tuvo la noble intención de aproximar a nuestra lengua, la chilena, los poemas de Masters. Eso queda en evidencia cuando uno lee palabras como “guagua”, “peluseando”, o la expresión “no me daba el seso”. Sin embargo, el asun- to pierde claridad cuando aparece “mejillón”, en vez de “choro” o “chorito”. O cuando surgen instantes de ambigüedad: en un poema se traduce acertadamente la palabra “acres” por “hectáreas”, pero en el poema siguiente el traductor opta inexplicablemente por “acres”. Un caso distinto a los mencionados se da en la traducción del dicho “the eleventh hour”, que Olavarría presenta literalmente como “la hora undécima”. En rigor, lo apropiado hubiese sido escribir “a último minuto”, o algo por el estilo.
Es imposible no referirse a las numerosas faltas de ortografía que contiene esta edición, puesto que manchan vistosamente un trabajo que en términos generales es admirable. Aquí hay errores burdos, como la falta de concordancia entre artículos y sustantivos, y otros más trascendentes, como cuando se lee “azopada” en vez de “azotada”, o “No a lugar” en vez de “No ha lugar”. Dada la importancia de la obra de Masters, y teniendo en cuenta, insisto, que el esfuerzo de trasladarla al castellano fue grande, cabía esperar una mayor dedicación al respecto.
Dejando de lado lo recién dicho, es fácil sumirse en el encanto de las voces de ultratumba. Los muertos de Spoon River no abandonaron jamás sus cuitas terrenales, algo que los convierte en seres memorables y perfectamente humanos. Ninguno habla con propiedad del Más Allá, ni incluso aquellos que mientras vivían experimentaron raptos misticoides. Borrachos, usureros, jueces, doctores, casquivanas, madres, amantes, artistas, asesinas, todos reunidos bajo una oscuridad común, y todos, a la vez, totalmente decididos a no callar por los siglos de los siglos. Si alguien tiene dudas en qué consiste la vida después de la muerte, la Antología de Spoon River es quizás el mejor acercamiento posible al tema.