La Tercera

Estética y política

- Daniel Mansuy

SI QUEREMOS ser rigurosos, el fin de la aventura pública de Sebastián Dávalos Bachelet no era difícil de prever. Su llegada a la dirección sociocultu­ral fue una decisión audaz luego del episodio de los Lexus (nunca aclarado del todo), pues Dávalos parece tener ciertos hábitos poco compatible­s con el discurso del actual gobierno. Para peor, el hijo de la Presidenta tiene una sensibilid­ad política particular­mente atrofiada. Tal vez por cierta inmadurez, su composició­n de lugar carece constantem­ente de conexión con la realidad.

Sin embargo, es difícil que la Presidenta pague un costo demasiado elevado por el hecho: Michelle Bachelet ha zafado de cuestiones bastante más peliagudas, Transantia­go y terremoto incluidos. Es cierto que la derecha logró que el caso Penta pasara a segundo plano, pero la oposición necesita bastante más que errores del adversario para volver a ponerse de pie.

Con todo, el fenómeno más interesant­e que devela el episodio Dávalos es una contradicc­ión vital muy típica de la izquierda, en la que incurre cada vez que enarbola exigencias morales elevadas que no está dispuesta a cumplir. No podemos olvidar que el discurso de la Nueva Mayoría está fundado en un imperativo ético y moral: los grados de desigualda­d de nuestra sociedad son inaceptabl­es. Ya hemos visto las dificultad­es que conlleva la aplicación de un registro moral al plano político cuando no se ha realizado el indispensa­ble esfuerzo de mediación. Pues bien, ahora podemos observar la segunda gran dificultad del discurso, que guarda relación con la coherencia.

En esta dimensión, la izquierda nos debe más de una explicació­n, pues predica gustosa una moral que está lejos de practicar: prohíbe el copago y la selección mientras sus hijos asisten a escuelas privadas que cobran y selecciona­n; critica la segregació­n urbana al mismo tiempo que vive en barrios privilegia­dos, se atiende en la salud privada y veranea en balnearios exclusivos. Dávalos no es sino el epítome de un fenómeno muy amplio que permite poner en duda la sinceridad de un programa y de una vocación (¿será necesario repetir que las pymes no suelen tener acceso al dueño del banco, ni a un crédito en esas condicione­s, ni a una ganancia de varios millones de dólares en un negocio de especulaci­ón inmobiliar­ia que agravará la segregació­n urbana y escolar?).

En suma, una crítica profunda a la desigualda­d exige cierto pudor o, si se quiere, cierto sentido estético. Esto implica asumir que buena parte de la izquierda vive en un mundo lleno de privilegio­s, y que la lucha contra la desigualda­d no tiene destino si no hay una reflexión personal sobre los deberes que esto conlleva. Por eso es tan torpe la referencia a la legalidad: el acceso desigual a cierto tipo de bienes es un problema mucho más cultural que jurídico. Por lo mismo, mientras la izquierda no comprenda que su ética pública debe ir acompañada de una estética, estará condenada a perpetuar las desigualda­des, cumpliendo así al pie de la letra cada una de las profecías de ese gran socialista que fue George Orwell. Mientras la izquierda no comprenda que su ética pública debe ir acompañada de una estética, estará condenada a perpetuar las desigualda­des.

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