El Papa y el progresismo
NO SOY creyente, vaticanista menos. No tengo el don de la fe como se lamentaba compadeciéndome un gran jesuita amigo mío. No quiero tampoco ser como esas personas que a medida que envejecen se acercan a la religión “por si acaso”; es decir, más por oportunismo que por convicción.
Sin embargo fui con entusiasmo a escuchar al Papa Francisco en el Angelus el domingo pasado. He estado varias veces en Roma. Primera vez que participo como un peregrino más en esta celebración. No se trataba simplemente de satisfacer una curiosidad turística. Me movió algo más profundo: la intuición de que algo grande está pasando en la Iglesia y que vale la pena verlo de cerca.
En el Angelus, el Papa habló con pocas palabras, pero muy precisas de muchas cosas. Retengo especialmente su reflexión sobre la irradiación del bien y del mal. Dijo: “es cierto, el mal es contagioso”; la prueba son todas las calamidades que aquejan a la comunidad: guerras, terrorismo, narcotráfico, epidemias, hambrunas. “Pero el bien también se contagia”. Son palabras simples y sabias que invitan a algo fundamental: a dejar de lado la resignación para retomar el camino de la acción. Es un mensaje que ya no llama a bajar los brazos en la tierra para conquistar como premio de la inacción la felicidad en los cielos. Es muy por el contrario, un llamado a trabajar aquí y ahora para erradicar la injusticia y la desigualdad.
En poco tiempo el Papa Francisco ha dicho cosas que los principales líderes progresistas jamás se atreverían a afirmar con esa claridad. Recientemente participó en un gran encuentro organizado por la FAO. En el mismo foro intervino también el ex Presidente Lula, quien habló de la necesidad de erradicar el hambre y del derecho a la alimentación. Palabras dichas con la gracia característica de Lula, que forman, sin embargo, parte del discurso habitual que venimos escuchando por décadas. La intervención del Papa fue infinitamente más lejos, señalando como la causa del hambre “la prioridad del mercado y la prominencia de la ganancia que han reducido los alimentos a una mercancía cualquiera, sujeta a la especulación financiera”. Si las izquierdas del mundo fueran capaces de asumir ese discurso y actuar en consecuencia, la realidad política sería muy distinta. Se podría superar el desánimo que en demasiadas partes está conduciendo a la parálisis y a la frustración.
Obviamente no es tarea del Papa recomponer la política. Esta es la obligación de los líderes. Muchos de ellos han terminado abrazando el ideario conservador. Excepción hecha de las cuestiones de género en las cuales el Papa se ha mantenido en las posiciones más tradicionales, sus definiciones permiten, con largueza, reconstituir un discurso progresista que reimpulse las luchas por la igualdad en las condiciones concretas del siglo XXI.
Que sea el primer Papa latinoamericano quien pueda jugar este rol tiene una virtud adicional. Mostrar que nuestro continente -tan marcado por las desgracias o las frivolidades- es capaz de realizar una contribución mayor al esfuerzo para construir un mundo mejor. En poco tiempo el Papa Francisco ha dicho cosas que los principales líderes progresistas jamás se atreverían a afirmar con esa claridad.