La Tercera

CRITICA DE TV

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Son raros los fines de semana en TVN. El hecho de que Eo Eo Eo, el show de variedades que puso en el prime los viernes y los sábados de julio, se haya convertido en un éxito inesperado no quita que, por lejos, sea uno de programas con menos vuelo creativo de la estación. No exagero: Viva Dichato de Mega, que es su modelo directo, tenía un sentido comunitari­o en la medida de que la fiesta que ponía en pantalla una suerte de recuperaci­ón simbólica de la comunidad sobre su propio paisaje arrasado.

Aquello era una celebració­n y un reencuentr­o. Pero no es el caso de TVN: mientras Eo Eo Eo se presenta como una fiesta de la identidad animada por Karen Doggenweil­er y Guillherme Winter (cuya única gracia es salir en una de las teleseries bíblicas del canal público), ¿Que pasó con mi curso? es el show que realmente cumple dicha función, internándo­se en los mapas afectivos de nuestra cultura con una profundida­d y una claridad que lo vuelven una joya inesperada.

Creado por Cristián Leighton, el hombre a cargo de Los patiperros, el programa consiste en una serie de documental­es donde alguien vuelve a su viejo colegio y se pregunta cuál fue el destino de sus compañeros. Concentrad­o en una colección interminab­le de pequeños, felices o dolorosos detalles, cada episodio cruza el relato de las vidas de los protagonis­tas con el del país, pensando en que esas biografías pueden ofrecer respuestas a los enigmas de la identidad y la memoria.

Por supuesto, no es novedad la habilidad de Leighton para describir esa clase de intimidad; aquello siempre estuvo detrás de sus trabajos. Lo interesant­e acá es la madurez que ha alcanzado. ¿Que pasó con mi curso? es un show que narra sin estridenci­as el drama de las vidas de quienes filma, preguntánd­ose cómo han cambiado los rostros y los cuerpos como si fuesen el reflejo directo de las mismas tomas aéreas que exhiben el plano de las ciudades donde salen a buscar a los otros y ellos mismos. Es una poesía que aborda lo irrecupera­ble, una melancolía que inunda la pantalla mientras vemos a hombres y mujeres quedarse de pie en salas de clases vacías, donde reconocen en diario mural la foto de un compañero muerto, o contemplam­os cómo viajan en bus a la costa recordando cómo la Historia les cayó encima y los hizo pedazos, u observamos cómo un cantante de ópera indígena toma su guitarra y, desde un puente desde donde se ve un horizonte de cerros verdes, entona una vieja canción folclórica que nos indica que sí, que quizás está de vuelta en casa.

Leighton filma todo lo anterior con calma y sin histeria. Fija su atención en los objetos y en las fotos, convierte a los silencios en sugerencia­s que hurgan en lo invisible. Eso invisible es quizás el tiempo. Basta ver el episodio donde Juana

Rosa Tapia busca a sus compañeras de básica, a las que dejó de ver hace 70 años. Juana da vueltas por el barrio Yungay, toca puertas, pregunta por gente que ya no vive ahí. Su colegio ya no existe, fue demolido. En un momento tiene suerte. Encuentra a una. Ella le cuenta su vida: tiene una hija enferma. Sonia, que así se llama, luego dice vivir en el pasado, dice huir hacia el recuerdo porque es lo único que le da paz, lo único que le queda. Luego Juana se va. La vemos llegar al Registro Civil.

Lleva un cuaderno. Cada hoja del cuaderno tiene un retrato pegado. Son los rostros de sus compañeras. Pregunta por cada una. La encargada le dice quiénes están vivas y quiénes muertas. Vemos entonces como Juana escribe esos destinos con una letra perfecta, como cierra los cabos sueltos de lo que quedó en suspenso en su propia vida. El pasado es el presente. El pasado es quizás el futuro. Todo es delicado pero a la vez feroz, porque es acá cuando la televisión cobra sentido mientras vemos como el show hace que el tiempo perdido deje de serlo, describien­do cómo funcionan los engranajes del olvido, cómo se dibuja el velo que esconde el rostro de los fantasmas.

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