Los peces gordos
LLo recuerdo claro. Iván Fuentes viajó a Santiago y su travesía desde la Patagonia tuvo el ritmo de una peregrinación, algo casi religioso, la culminación de la historia perfecta para la miniserie del héroe anónimo que alcanzó la celebridad: un hombre de pueblo sacaba la voz por una comunidad lejana que enfrentaba una crisis y su mensaje encantaba y aliviaba. Tenía, por decirlo así, un efecto tan político como terapéutico, porque Fuentes parecía no distinguir enemigos, sólo intereses contrapuestos que debían ser descritos y conversados para lograr un acuerdo; ese era el método, aseguraba, con el tono de quien ha vivido mucho y sufrido más. Iván Fuentes decía frases llenas de esa fascinante simpleza campechana que, cuando las usan las persona apropiadas, pueden ser incluso tomadas por aforismos dignos de pergamino artesanal. El encanto de lo puro, la seducción de lo natural. El dirigente sostenía con su voz aguda, sin llegar a ser estridente, un discurso despojado de rencores y repleto de buenas intenciones, con mensajes de unión y cooperación; él no quería enfrentarse a nadie, sino tan sólo apelar a las conciencias de los poderosos, porque el capital y los pobres podían convivir en armonía. “¿Por qué la gente pobre tiene que odiar a los ricos y por qué los ricos se distancian de los pobres? ¿Es que acaso no nos necesitamos?”, decía, y agregaba que con “sentido de manada y sentido de cardumen somos mucho más que los grandes capitalistas de este país”. Aplausos, emoción, esperanza.
Fuentes llegó a Santiago y la muchedumbre lo recibió, la prensa lo entrevistó y las autoridades lo escucharon. Una estrella nació y llegó al Parlamento. Hace un par de semanas esa estrella ofrecía disculpas públicamente, porque -nos advertía- él no servía para mentir, sin precisarnos cuándo, en qué momento, había llegado a esa conclusión: ¿Antes o después de recibir dinero de las pesqueras? ¿Antes o después de postularse como diputado? ¿Antes o después de ser sorprendido en falta? Tal vez el diputado Fuentes pensaba que mientras nada se supiera, en realidad él no estaba mintiendo, sólo callando uno de esos tantos detalles que no combinaban con su imagen, esa que construimos entre todos.
Aquella entrevista tuvo, sin embargo, su mejor frase en el momento en el que la voz modulada pero compungida del ex dirigenpió te se tensó luego de explicar que el dinero que pidió era para mantener a su familia durante el tiempo de campaña, porque seamos claros, “las campañas no las financian los pobres, las financian los ricos”. Una frase arrebatada que, como un conjuro, rom- el encanto. La figura que hasta esa semana parecía pertenecer al orden de los puros reveló con un tono desconocido -mal humorado, al filo del sarcasmo- que durante todo este tiempo había participado de lo que él mismo aseguraba desafiar. Un arranque de sinceridad que no será suficiente para explicar los nuevos hallazgos revelados por Ciper, que lo sitúan recibiendo dinero de una gran empresa pesquera para influir en una ley que transformó la pesca artesanal de su zona en un ejercicio burocrático de venta de cuotas a futuro. Un malabar que beneficia a una industria vinculada, quizás por azar, a una familia cercana al mismo partido del parlamentario que lo ayudó a llegar al Congreso. Un parlamentario generoso que le echó una mano, según sus propias declaraciones, para hacer de la institución una corporación menos elitista.
El rastro de los peces gordos acabó transformando al líder de la manada marina en un curioso ejemplar anfibio con rasgos de títere y confirmándonos que los salvadores sólo existen en los libros de religión, porque en la política, más que héroes en los que proyectar nuestras carencias, lo que necesitamos son instituciones que sirvan de contrapeso real frente al formidable poder del dinero y al vigor de una trenza política y económica con rasgos de familia extendida y trato de clan paternalista colonial.R