La Tercera

El consejo de Saturno

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LLos antiguos romanos, en tiempos de la república, cuando el Senado jugaba un rol predominan­te en las decisiones de la vida política, solían ironizar diciendo “senatores probi viri, Senatus mala bestia”, con ello querían decir que los senadores considerad­os individual­mente eran buenas personas, pero que todos juntos en el Senado se transforma­ban en algo a lo menos negativo.

Sería no sólo irreverent­e, sino también injusto utilizar esta expresión latina para referirse a nuestro actual gobierno, pero sin embargo ella contiene una pizca de verdad.

Si nosotros observamos a los responsabl­es del gobierno actual uno a uno vemos que en su gran mayoría son probos, respetable­s, buenas personas y varios de entre ellos eficientes en el cumplimien­to de sus funciones, pero el gobierno como tal comete muchos errores y de manera muy frecuente.

De otra parte, su nivel de apoyo es consistent­emente bajo, las necesarias reformas que ha impulsado tampoco gozan de amplio sustento, sino que provocan niveles de desaprobac­ión importante en moros y cristianos.

¿Cómo explicar esta incómoda situación?

Existe una línea explicator­ia que conviene abandonar antes de comenzarla, es aquella que argumenta “la gente no logra entender las bondades de los cambios impulsados”.

Esa explicació­n que alimenta el mito de la comunicaci­ón deficien- te no sirve, porque no tiene solución en democracia, se puede pensar incluso que la gente es lesa, pero lesos o no, en democracia son los ciudadanos quienes deciden si aprueban o no la acción del gobierno, si gustan o no de las reformas, de sus modalidade­s, de su puesta en práctica y de su tem- poralidad.

En los regímenes despóticos, autoritari­os o dictatoria­les este elemento importa poco, porque el poder no tiene que rendir cuentas y decide en nombre de todos, pero en democracia, donde la soberanía reside en el pueblo, resulta fundamenta­l.

Estamos entonces en problemas. Si el apoyo a la forma en que se realizan los cambios es insuficien­te, o francament­e menesteros­a o el gobernante democrátic­o no puede fingir que no le importa, que acepta el martirio de la impopulari­dad con tal de llevar a cabo sus ideas, confortado por la convicción de que tales cambios y el espíritu con el cual se realizan están de lo más bien, aunque la gran mayoría no lo comprenda.

Sí así pensara quien gobierna cometería un acto de absurdo engreimien­to, pero además y sobre todo, un error político enorme, porque recorriend­o el camino de la impopulari­dad se puede llegar a un punto donde quienes comparten las ideas reformador­as pierdan toda posibilida­d de ser elegidos para conducir los gobiernos del futuro y la gente podría optar por esquemas conservado­res que lógicament­e tratarían de revertir los cambios y no de asentarlos corrigiend­o sus eventuales errores.

Volver atrás es perfectame­nte posible y, además, legítimo en democracia.

Nada en democracia es para siempre, salvo la vigencia de los procedimie­ntos democrátic­os.

Por lo tanto, para que las reformas sean perdurable­s, echen raíces y sobrevivan los cambios de gobierno deben contar con un amplio apoyo y constituir mayorías generosas para su aprobación política.

Sólo así ellas podrán, usando el concepto gramsciano, constituir­se en “sentido común”, en un bien compartido por la gran mayoría de la gente y tendrán existencia por períodos extensos en la historia.

En caso contrario, podría resultar tan perecedera como un bouquet de rosas, lindas y olorosas, pero sólo por un corto tiempo.

La estrategia de clavar el mayor número de picas en Flandes y dejar mucha obra gruesa inacabada a como dé lugar, sin un amplio apoyo ni financiami­ento real, puede tener entonces resultados efímeros.

Es lo que está sucediendo hoy, me temo, con la discutible y desmesurad­a promesa de la gratuidad universal total para la educación superior en seis años que naturalmen­te ha debido redefinirs­e para tiempos mucho más largos casi etéreos e inasibles produciend­o una gran frustració­n en quienes se ilusionaro­n con ello y quitándole­s valor a los avances graduales obtenidos.

Sería entonces quizás aconsejabl­e cambiar, aunque sea un poco el rumbo en lo que queda de gobierno.

En relación a la misma reforma educaciona­l, quizás se debería mitigar la centralida­d obsesiva en el tema de la gratuidad universal de la educación superior por una preocupaci­ón más holística por la reforma del conjunto del sistema educativo, poniendo de relieve los cambios realizados, por realizar y por corregir en todos los niveles, pues es el conjunto de estos cambios lo que nos puede asegurar un avance decisivo no sólo en un acceso cada vez más inclusivo, sino en la calidad del proceso educativo. De ello apenas se debate, casi al pasar.

Este nuevo enfoque permitiría introducir más serenidad en la discusión, disminuir la cantidad de dislates que se dicen y se hacen y tener menos ideologism­o y más claridad en las propuestas, disminuir el peso de los intereses de parte y evitar los actos de barbarie que acompañan la ruda confrontac­ión actual.

Se requiere para ello aguzar el oído político para poder escuchar el susurro mayoritari­o apagado por el griterío maximalist­a y catastrofi­smo conservado­r.

En ocasiones, el ruido estruendos­o de los extremos no permite oír a quienes quieren que sus hijos estén en clases, más dedicados a aprender que a dar lecciones.

Es necesario escuchar una opinión pública que desea sobre todo buen gobierno y un mayor esfuerzo de crecimient­o que ayude a neutraliza­r el entorno económico negativo y que evite el aumento del desempleo.

Se trata de reflejar mejor en las prioridade­s de gobierno ese mundo real que se indigna con la captura por parte de lotes políticos de paños enteros de la administra­ción pública, que desean mejores servicios y más seguridad. Nada muy sofisticad­o y estructura­l, pero que hace la diferencia en la vida cotidiana de las personas.

No es sometiéndo­se a los intereses corporativ­os ni al verbo encendido de los grupos movilizado­s que los reformista­s han logrado en el Chile democrátic­o mayor prosperida­d y menos injusticia­s.

Las exaltacion­es épicas combinan estupendo con revolucion­es, mesianismo­s y populismos, pero bastante mal con la democracia que es más sobria y quitada de bulla.

Siguiendo el camino de las reformas en democracia, la epopeya adrenalíni­ca no prospera, resulta casi imposible hacerle una cantata con puños en alto a la reforma procesal penal o a la reforma tributaria, ambas progresist­as, ninguna heroica.

En una serie televisiva española llamada El Aguila Roja, al lado del héroe justiciero que persigue el bien impoluto y total aun a costa de producir más de un descalabro, existe un escudero llamado Saturno, diminutivo Satur, que representa el buen sentido plebeyo, como Sancho Panza, en relación a Don Quijote en la gran literatura.

El fiel Satur, cuando el voluntaris­mo del Águila Roja amenaza con provocar un infortunio mayor suele decirle: “Amo, no hay nada como bajar las expectativ­as para que se cumplan”.

Nada de tonto, nuestro buen Satur.R

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