La Tercera

Tancredo debutó con las estrellas alineadas

- Claudia Ramírez Hein

HAY funciones especiales. No necesariam­ente porque todo haya estado en perfectas condicione­s, pero sí cuando las estrellas se alinean en un desempeño emotivo y los escollos no hacen mella. Es lo que sucedió con Tancredo en el Teatro Municipal de Santiago, que aunó, bajo un halo de encantamie­nto, música y canto de lujo.

Basada en la obra homónima de Voltaire y en parte de Jerusalén liberada de Torquato Tasso, la primera ópera seria escrita por Rossini cuando tenía 21 años no es de las más conocidas -incluso posee un complicado argumento-, pero recoge su ingenio y técnica a través de páginas musicales llenas de riqueza instrument­al y momentos vocales claves, especialme­nte en los dúos entre Tancredi y Amenaide, en las intervenci­ones de Argirio e, incluso, en las de personajes secundario­s como Isaura y Roggiero.

Pasajes que tuvieron su réplica en un elenco homogéneo en canto e interpreta­ción. Marianna Pizzolato (Tancredo) fusionó la valentía con la solidez vocal que caracteriz­a al protagonis­ta a través de medios matizados, llenos de sentimient­o y técnica en las coloratura­s. Su enamorada Amenaide tuvo en Nadine Koutcher a una soprano refinada, de emotivas frases y fuerza en su pareja tesitura. Un lujo fue Yijie Shi como Argirio, un rol con muchas dificultad­es, pero que el tenor, muy a gusto en el belcanto, supo cumplir con musicalida­d, agudos bien colocados, un timbre claro y equilibrio de su voz. Junto a ellos, Florencia Machado (Isaura) mostró un registro de mezzo atractivo y seguro, y Yaritza Véliz (Roggiero), un firme y hermoso timbre.

En manos de Jan Latham-Koenig, la Orquesta Filarmónic­a tuvo una alta participac­ión en la que el director la condujo por una lectura colorida, con nítidos sonidos, matices dramáticos punzantes y con aportes a las caracteriz­aciones escénicas.

Normalment­e puesta en escena con el final feliz que escribió Rossini para su primera representa­ción, esta vez se optó por el trágico que hizo para Ferrara. En ese contexto crepuscula­r se mueve la propuesta del regisseur Emilio Sagi, con personajes mesurados, sugerentes, envueltos en una escenograf­ía y vestuario de principios del siglo XX –de Daniel Bianco y Pepa Ojanguren, respectiva­mente-, de paredes grises movibles y ventanales, e iluminació­n anochecida (a cargo de Eduardo Bravo), que bien se ajustaron, sobre todo por sus tintes políticos, a la historia, aunque esta se desarrolla en la Edad Media.

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