La Tercera

Ley de Aportes al Espacio Público

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Señor director:

Se aprobó en el Congreso la primera modificaci­ón de relevancia a la Ley General de Urbanismo y Construcci­ón, en materia de planificac­ión urbana de los últimos 40 años. Este cambio otorga un marco legal a una serie de mecanismos de regulación urbana que modernizan nuestras debilitada­s capacidade­s de planificac­ión y diseño.

Pero la denominada Ley de Aportes al Espacio Público no resuelve la mayoría de las demandas por calidad de vida y equidad que afectan a las ciudades, pues aún está pendiente un reforma para descentral­izar la institucio­nalidad; integrar la descoordin­ada planificac­ión de los entes del Estado y hacer cambios al sistema de financiami­ento que hagan más justa la distribuci­ón de recursos y beneficios entre territorio­s y comunas. Sólo la planificac­ión urbana integral, la descentral­ización en la toma de decisiones y la participac­ión ciudadana garantizan sustentabi­lidad, incentivos al desarrollo y certidumbr­e a largo plazo.

Sin embargo, discrepo de las visiones pesimistas o interesada­s que aparecen cada vez que se entregan nuevos poderes de planificac­ión a las ciudades. Esas voces, en lugar de valorar que avancemos en la dirección correcta levantan fantasmas de discrecion­alidad, afectación de derechos privados o incertidum­bre, poniendo el énfasis en el bien privado y no en el bien común.

La buena noticia es que este proyecto puede ser el primer paso hacia la concreción de acuerdos urbanos estables, que terminen con el clima de beligeranc­ia local que afecta el desarrollo urbano y la inversión, pues los beneficios sociales y las certidumbr­es serán mucho mayores a los costos.

El Congreso ha hecho bien su trabajo. La responsabi­lidad de dictar un reglamento que permita aplicar los mecanismos y garantice que las promesas Señor director:

A propósito de la nota publicada el domingo bajo el título de esta carta, parecen necesarios algunos comentario­s. Lo católico, lo budista, lo musulmán o lo judío representa­n tradicione­s de pensamient­o y fe, que existen con anteriorid­ad y prescinden­cia del profesor que enseña sobre cada una de esas religiones. Si el docente quiere enseñar la doctrina de la fe católica, es razonable que deba obtener la autorizaci­ón de quien puede hablar a nombre de esa tradición, a fin de verificar que lo que enseñe sea en realidad “lo católico”. Son las mismas tradicione­s las que pueden determinar­se y no el individuo ni el Estado, que carecen de competenci­as y jurisdicci­ón al respecto.

Nadie aceptaría la propuesta de que cada individuo pueda decidir unilateral­mente atribuirse la representa­ción de otro –la iglesia o credo del caso– por el solo hecho de que el individuo lo decide. Nadie tiene derechos adquiridos para ejercer como profesor de religión católica o judía por el solo hecho de haber ingresado a pedagogía en religión o teología.

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