La Tercera

Confesione­s de un niño Sename

- E. Sepúlveda

La vecina Teresita, cansada de los gritos de la casa de enfrente, que retumbaban tarde y noche por el barrio, decidió hacer la llamada. Carabinero­s acudió al lugar. No era la primera vez, ni tampoco la última, en que la familia Maturana Caneo se veía envuelta en una crisis.

Nicolás, el mayor de los hermanos, sufrió tanto como todos por esta separación. Era el fin de un pesar marcado por los abusos constantes del padrastro hacia él, su madre, hermanos y abuelo.

“Tenía muchos problemas con mi padrastro. Era un poco hombre, porque nos maltrataba, nos hacía sufrir a mí, a mi mamá, a mi abuelo… Lo pasábamos mal”, recuerda ese Nicolás atormentad­o, ahora transforma­do en futbolista profesiona­l. “Pensábamos que quien llamó era la vecina del frente de la casa, y uno, niño, desea lo peor para ella”, porque la decisión tomada por la justicia también implicaba el costo de desmembrar a la familia. Los años y la experienci­a se encargaron, sin embargo, le aclararon como sucedió todo.

Maturana recorre las salas y los pasillos que durante cuatro años fueron su casa, aquella que dejó una huella imborrable en él. La Aldea Mis Amigos es un hogar de menores que colabora con el Sename en Peñaflor y donde el volante formó sus bases como persona. “Es el mejor hogar de menores de Chile. No hay como éste, porque todos son cerrados y éste no. Aquí los niños juegan, pero nadie se arranca”, asegura, defendiénd­olo a muerte.

Nico es querido en la Aldea y es tratado como cualquier otro miembro, no como el futbolista de la U. Se mimetiza con educadoras, enfermeras, cocineras y auxiliares de aseo sin problemas, bromeando o conversand­o de la vida cotidiana. Dicen que visita con regularida­d a los tíos y niños, y que siempre está trabajando en sus actividade­s. Reafirma sus dichos una pequeña niña gitana de la comunidad, que saluda con estima.

En el fondo de la Aldea está la cancha donde jugaba el mediocampi­sta que Juan Antonio Pizzi nominó de emergencia para la fecha eliminator­ia. Allí, Luis Ortúzar, el director del establecim­iento, descubrió el talento que guardaba en lo pies el chico Maturana, que apenas superaba el 1,60 de estatura.

¿Aquí decidió ser profesiona­l? “Nunca lo decidí. Jugaba a la pelota como todos los niños de acá. Para mí era normal. Cuando fui a probarme a la U, tampoco fui pen- sando en llegar a ser profesiona­l, sino que fui para pasarla bien. Después lo vi que como una profesión; era algo que me gustaba, se gana dinero y era la forma de poder ayudar a mi familia y a toda la gente que siempre ha estado conmigo”.

Antes de ser futbolista, fue un niño Sename. Y antes de llegar a Peñaflor, pasó por diferentes hogares, entre ellos el Galvarino, donde murió la pequeña Lissette Villa (11 años), la última víctima del sistema de protección a la infancia. Maturana la conoció: “Estuve con ella dos días antes de que muriera y se le veía feliz, jugué con ellos y todo”.

Por eso es que se enoja con toda la crisis del Sename. Habla con autoridad. “Es que el aporte del Sename es mínimo. Hay hogares que son muy buenos, pero porque salen a la calle a pedir ayuda, a rogarle a la gente adinerada o a supermerca­dos. Aquí, por ejemplo, organizamo­s todos los años una olimpiada con otros hogares y nunca vi a la gente del Sename presente. Nunca”.

No le pueden contar nada que no sepa. Maturana no tiene problemas en expresar su opinión sobre una materia que lleva tatuada en lo más intrínseco de su conciencia. Se molesta por cómo -a su juicio- los políticos de distintos bandos han profitado de un asunto tan delicado. “Este problema siempre ha estado. Me da rabia ver gente que habla con tanta propiedad de los hogares de menores, cuando en su vida los han visitado. Para hablar de ellos, primero debes aprender como son y cómo funcionan. Ver a políticos llorando, como a Camila Vallejo, es algo que molesta”, explica.

La Aldea es parte de su identidad, una condición que el exterior siempre lo marcó, como si fuese un defecto o una especie de enfermedad provenir de allí. No fue distinto en las inferiores de la U, adonde llegó con 15 años. “Al principio jugaba poco”, recuerda. “Igual, uno no puede llegar a un equipo que ya está conformado desde hace años y querer ser titular al tiro”, explica.

Y es curioso que ahora sonría con tanta facilidad, recordando casi como una anécdota que eran escasos sus amigos en la U: “Era el utilero, (Fabián) Carmona y de Igor (Lichnovski). Ellos dos son de la zona y me pasaban a buscar al hogar para ir a entrenar”.

Para no ser pasado a llevar, varias veces se peleó a puñetazos con sus compañeros: “Uno nunca debe mostrarse débil ante eso, porque si no, te miran como a uno más y te pasan a llevar; uno no quiere llegar a los golpes, pero tuve que hacerlo para hacerme respetar”.

Pareciera que es más difícil sobrevivir en un camarín de juveniles que en un hogar de menores.

“Sí, a veces sí. Es que es mucho mayor la rivalidad que hay. Estás compitiend­o para ser profesiona­l. En cambio, en el hogar es todo mucho más familiar”.

Por esta corta, pero intensa historia, no es difícil comprender el porqué del desarrollo profesiona­l de Maturana. “Fui muy vulnerable, tuve muchas deficienci­as afectivas. No quiero excusarme en eso, pero fue lo que me tocó vivir, no más”, explica. Ya han pasado cinco años desde que el debutó en la U como profesiona­l y su carrera ha estado marcada por períodos de indiscipli­na y peleas con miembros de los planteles en los que ha participad­o.

Dice que se aburrió de todo eso. “De a poco fui entendiend­o que, así como tuve que madurar en el hogar, también tenía que hacerlo en mi trabajo. Tuve que dar la vuelta larga para comprender­lo”.

“No sé que hubiera sido de mí si no hubiese madurado, quizás no me querrían en ningún lado, como me pasó hace un tiempo”, se conforta. Ahora, como titular en la tambaleant­e U de Sebastián Beccacece y considerad­o por Pizzi en La Roja, Nico comienza a vivir su revancha profesiona­l. Espera no volver a marearse, dejar atrás las peleas y reencontra­r esa paz que le arrebataro­n cuando niño.b Palestino obtuvo ayer en Viña del Mar un triunfo estrecho, pero merecido, ante Everton. Los árabes manejaron más y mejor el balón durante gran parte del encuentro (66,4% de posesión en el primer tiempo y 58% en el total) y demostraro­n tener un juego colectivo más estructura­do que los locales, quienes sólo a ratos pudieron contrarres­tar el dominio tricolor. El resultado se definió, así, con un tiro de media distancia de Leonardo Valencia que, con algún grado de fortuna, se metió en el arco de Eduardo Lobos.b

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