Hay varias razones que emparentan a Juan Gabriel con los también fallecidos Prince y Bowie.
En pleno corazón de los 90, cuando la brújula de cualquier artista de lengua hispana apuntaba a conquistar Miami, saltar a Nueva York y conseguir una cómoda residencia en Los Angeles, Juan Gabriel escribió uno de los retratos más venenosos contra los vecinos del norte: “Cuando me fui para el norte/ me fui para estar mejor/ iba en busca de trabajo/ pero ¡oh desilusión!/ Cuando llegué a San Francisco/ nadie me tendió la mano/ esos norteamericanos/carecen de amor”, relata Canción 187, estrenada en 1995 y que critica la norma rotulada con ese número, la que establecía negar los servicios públicos a los indocumentados y permitía a la policía indagar en su estatus migratorio.
Luego remataba: “Adiós gringos peleoneros/ buenos pa’ las guerras son/ ellos creen que Dios es blanco/ y es más moreno que yo”. Con esa letra, el artista no sólo confirmaba su rol como vocero de las clases menos favorecidas; también exhibía su otra faceta, a momentos eclipsada por el suceso de su personaje atormentado: el Juan Gabriel rupturista, provocador, un artista insurrecto en idiosincrasias tan acorraladas por el machsimo y el conservadurismo como las de los países latinos.
“Con su muerte, también se ha perdido un activista”, resumió ayer la cadena estadounidense Univisión. En 2006, las multitudinarias marchas que fustigaron el proyecto de la Cámara de Representantes de EE.UU. que criminalizaba la estadía sin papeles, tuvo en el mexicano a uno de sus protagonistas más inquietos. “No consuman nada de franquicias estadounidenses en territorio mexicano. Sé que es un esfuerzo, pero es lo menos que podemos hacer por los inmigrantes que está manteniendo a nuestro país con las remesas”, apuntó en su web, en un reclamo impensado en otros astros, como Luis Miguel.
Tampoco tuvo problemas en desplegar sus simpatías políticas. En las elecciones presidenciales de 2000 en su país, apoyó al candidato del PRI, Francisco Labastida, con una canción que decía: “Ni Temoc, ni Chente. Francisco va a ser presidente”. El contrincante, Vicente Fox, respondió: “Este cambio no lo detiene nadie, ni Juanga y su cancioncita mamila (mamona)”. Hace tres años, le fue a cantar las mañanitas a uno de los mandatarios más cuestionados del planeta, el venezolano Nicolás Maduro.
El arrojo también alcanzó su sexualidad. Consolidando sus modos exagerados y sus colores chillones en los 80, Chile fue un buen ejemplo: “La primera vez que vino fue en 1981 para el programa Vamos a ver, de Raúl Matas, y fue impactante. Su estilo afeminado, bajando la escala casi como una dama, provocó risas nerviosas y fue tema de la prensa toda esa semana. Fue muy chocante para una TV llena de prejuicios, pero es probable que quienes lo trajeron no lo conocían”, recuerda Horacio Saavedra, director musical del espacio.
Con esos golpes a la cátedra, los 90 precipitaron lo obvio: se convirtió en un nombre idolatrado por las nuevas generaciones, sin vergüenza por venerarlo. “Es el compositor más importante de Latinoamérica, el mejor showman y un referente clave de la disidencia sexual”, dice el cantautor local Alex Anwandter. Javiera Mena, Dënver, Manuel García y Ases Falsos, también lo declaran entre sus predilectos. Jorge González es otro que escucha su obra de manera frecuente, que se refiere a él como “un grande” y que usó su Twitter para despedirlo. “Su sentido de la fantasía sobre el escenario no deja indiferente a nadie. Cuando un músico logra sacarse sus prejuicios para llegar a eso, todo lo que queda es brillar”, dice Milton Mahan, de Dënver.
En México, era respetado por rockeros, estrellas pop y luminarias indie –Jaguares, El Gran Silencio o Maldita Vecindad lo versionaron-, todos rendidos a su sentir trágico y a su afán por demoler estereotipos. Ahí en algo se emparenta con los también fallecidos Prince y David Bowie: creadores capaces de inventar un mundo tan propio que termina siendo universal.b