El enorme deterioro de la Nueva Mayoría, sumado a un gobierno con altos niveles de rechazo, tiene a Piñera encabezando las intenciones de voto para la elección del próximo año.
Sin haber siquiera explicitado su decisión de competir y mostrado muy poco en términos de despliegue
político, está siendo beneficiado por la precariedad
que tiene al frene.
Si algo confirmó el anterior gobierno de la Alianza es que no basta con ganar ni tener buenos indicadores en
materia de gestión.
NO es lo mismo hacer los méritos necesarios para ganar una contienda electoral, que derrotar al adversario en función de sus errores y debilidades. En la elección presidencial de 2009, Sebastián Piñera hizo una buena campaña, pero el resultado final fue explicado principalmente por la debilidad de Eduardo Frei, la división de la centroizquierda provocada por Marco Enríquez-Ominami, y el desgaste político acumulado por una coalición que llevaba ya dos décadas en el poder.
Ahora podría estar en desarrollo un escenario algo similar: el enorme deterioro de la Nueva Mayoría, sumado a un gobierno con altos niveles de rechazo, tiene a Piñera encabezando las intenciones de voto para la elección del próximo año. El ex presidente se encuentra en una posición relativamente cómoda, con un respaldo todavía discreto, pero manteniendo una ventaja relevante frente a cualquier candidato oficialista. En síntesis, sin haber siquiera explicitado su decisión de competir y mostrado muy poco en términos de despliegue político, está siendo beneficiado por la precariedad que tiene al frente.
Parece la situación ideal, pero posee, en realidad, riesgos no menores, entre otras cosas, porque incentiva a retrasar la decisión de salir a la cancha a jugar el partido, ya que siempre resulta tentador mantener un cuadro que está siendo beneficioso en el corto plazo. La ilusión de que es posible terminar ganando por default baja las autoexigencias, merma el trabajo de los actores políticos del sector y desdibuja el objetivo de prepararse para gobernar y no sólo para ganar. En los hechos, algo de eso fue lo que vivió la centroderecha la vez anterior, cuando el desgaste de la Concertación la ayudó en las elecciones, pero inhibió la necesidad de prepararse en serio para el desafío político que implicaba llegar por vía electoral a La Moneda después de casi medio siglo.
En rigor, con Sebastián Piñera la centroderecha pudo acceder al gobierno en 2010 sin haber resuelto nudos importantes. En primer término, sin un proyecto de país propio, más allá de ofrecer una alternancia que permitía renovar equipos y hacer una gestión más eficiente de políticas públicas no muy distintas a las implementadas por la Concertación.
Además, la centroderecha pudo alcanzar la mayoría absoluta sin haberse planteado el problema de su falta de hegemonía social y cultural, a lo que se agregó la completa ausencia de diagnóstico respecto de la significación emocional que su arribo al gobierno tendría para un sector muy relevante del país.
No llegar a entender que para un margen no menor de chilenos el retorno a La Moneda de los partidarios de la dictadura iba a ser un fenómeno ‘traumático’, impidió generar un diseño político adecuado para enfrentar esa realidad. Al final del día, el gobierno de Sebastián Piñera terminó pagando muy caro dichos vacíos.
En definitiva, si algo confirmó el anterior gobierno de la Alianza es que no basta con ganar ni tener buenos indicadores en materia de gestión. Haber creído que eso era suficiente fue uno de los factores que condujo a la centroderecha a una verdadera debacle electoral el 2013.
Ahora tiene un dilema similar: la tentación de hacer lo mínimo suficiente para ganar una elección sin haber resuelto importantes debilidades ni subsanado serias indefiniciones. Y más aún, un cuadro general incomparablemente más complejo y vertiginoso que el existente en su primer esfuerzo.