La Tercera

Reforma al uso del agua

- Alfonso De Urresti

MUCHOS HAN cuestionad­o la importanci­a que tienen las reformas en materia de recursos hídricos al Código de Aguas y a nuestra Constituci­ón.

Encontramo­s en la prensa nacional afirmacion­es como “la intenciona­lidad expropiado­ra de los derechos de agua” o se señala, por ejemplo, que “la iniciativa parlamenta­ria busca que se entienda el agua como un ‘bien nacional de uso público’”, por lo que establece nuevos criterios para su explotació­n”.

Pues bien, y sin ánimo de desmerecer cualquier opinión a la que todos tienen derecho, es necesario advertir que estas afirmacion­es se encuentran bastante alejadas de la realidad por las siguientes razones.

En primer término, porque para entender el presente debemos mirar el pasado.

El Código de Aguas fue dictado en 1981, época en que no existía la escasez hídrica que sí existe hoy. El sistema se basaba en derechos de aprovecham­iento entregados al mercado, sin haber casi ninguna regulación respecto de los usos que se daban al agua.

¿Qué pasó entonces para que esto deba ser cambiado? El cambio climático y la escasez hídrica que estamos viviendo actualment­e nos obligan a repensar el sistema de acceso al agua, puesto que ya no vivimos en época de abundancia hídrica.

La sequía y el calentamie­nto global son una realidad cada día más evidente que requiere la actualizac­ión de nuestras normas jurídicas.

¿Por qué debiera entonces declararse el dominio público de las aguas y la priorizaci­ón de sus usos?

Esta pregunta tiene una respuesta casi obvia.

Puesto que mientras existen lugares donde las personas pueden regar sus campos y alimentar a sus animales, hay otras zonas donde la gente derechamen­te no tiene acceso al agua para consumo humano.

La realidad de muchos lugares de nuestro país es que un camión aljibe, gastando millonaria­s sumas, provee agua en bidones a miles de personas, a veces cada 15 días o cada un mes.

Los derechos claramente son importante­s para todos.

Pero creemos que la priorizaci­ón del uso de consumo humano es una cuestión fundamenta­l como derecho humano.

Mientras algunos medios editoriali­zan frases como el “sesgo expropiato­rio del proyecto” y la “consolidac­ión de un escenario de incerteza jurídica para la inversión”, parece lógico pensar que como una forma de compensar las visiones, quizá también podrían dar cabida a hablar de las miles de personas en nuestro país que no tienen acceso al agua. Sin embargo, no es esto lo que vemos en los medios de comunicaci­ón. Se trata de poner como prioridad el interés público del agua y, sinceramen­te, creemos que la inversión importa y mucho.

Pero en estos casos también debemos hacernos cargo de mirar no sólo las inversione­s, sino también cómo está cumpliendo nuestro país respecto del derecho humano de acceso al agua. Que valga decir: hasta el momento estamos lejos de cumplir cabalmente. El cambio climático nos obliga a repensar el sistema de acceso al agua, puesto que ya no vivimos en época de abundancia hídrica.

ASÍ TITULÓ un artículo en “El País” de Madrid, Juan Gabriel Valdés, embajador de Chile ante la Casa Blanca, al cumplirse 40 años de su asesinato en la capital estadounid­ense. Coincide con la visita a Washington DC de la Presidenta Michelle Bachelet y de familiares de Orlando para participar en un acto de conmemorac­ión del asesinato de un chileno que muy probableme­nte hubiese llegado a ser presidente de su país, por cuya libertad luchaba desde el exterior.

Hay algunos olvidos inexplicab­les en el artículo del embajador Valdés. Especialme­nte su omisión del papel que desempeñó el gobierno democrátic­o del presidente Carlos Andrés Pérez, en la liberación de Letelier, durante la dictadura del General Augusto Pinochet. Y en esa liberación me siento muy orgulloso del rol desempeñad­o.

Mi pasión y solidarida­d por la causa de América Latina se la debo fundamenta­lmente a dos grandes chilenos: Felipe Herrera y Orlando Letelier, que me llevaron a trabajar al Banco Interameri­cano de Desarrollo en Washington DC. Mi amistad con Orlando e Isabel su mujer, no pudo ser más estrecha. Mi única hija para entonces, Carolina, fue su ahijada.

Al igual que el embajador Valdés yo también puedo precisar el momento que recibí la noticia del asesinato. Estaba en el despacho del entonces Presidente de Venezuela, quien recibía al Presidente López Portillo, de México. Un oficial de la guardia presidenci­al me pasó una nota diciendo que una bomba había acabado con nuestro compañero. De inmediato compartí con el presidente Pérez la noticia y le pedí autorizaci­ón para recoger el cuerpo de Orlando y de traerlo junto con sus familiares a Caracas. No demoró ni un segundo para aprobarlo y así lo hicimos.

Pérez no temía las implicacio­nes de este acto, al punto que cuando organicé como Gobernador de Caracas el funeral de Orlando, lo hicimos en la sala principal de la Alcaldía de Caracas, donde Pérez convocó a todo su gabinete y altos funcionari­os del Estado. No promovió esta manifestac­ión de solidarida­d pública con la causa de Orlando porque desconocía las fórmulas diplomátic­as; todo lo contrario: esa era la manera de decirle al mundo que condenaba este crimen y, por consiguien­te, al régimen responsabl­e. Poco más de un año antes, el 11 de septiembre de 1973, cuando se cumplía el segundo aniversari­o de la muerte de Salvador Allende, fui a Chile a entrevista­rme con el General Pinochet, a quien le solicité audiencia para interceder por la libertad de mi amigo, entonces prisionero en la infame isla de Dawson. Previament­e expliqué a su embajador en Caracas que mi solicitud era de carácter estrictame­nte personal, como había acordado con el Presidente Pérez.

De hecho, la relación de nuestro gobierno con el de Pinochet era casi inexistent­e, al punto que lo primero que hizo Pinochet al recibirme en el entonces Edificio de la Unctad fue reclamarme los desaires del Presidente Pérez en una reunión de la OEA, al igual que sus críticas opiniones sobre su gobierno. Evadiendo sus palabras le expresé que estaba allí por un acto de amistad y que Orlando sólo había estado poco tiempo de ministro de Defensa. De inmediato, me espetó: “Mire Don Diego, hay gente que en poco tiempo hace harto daño”. Pensé que era un mal inicio. De allí pasamos a otras considerac­iones y más tarde me sorprendió cuando me dijo: “Almirante: entréguele el señor Letelier a Don Diego”.

Efectivame­nte, esa noche me mudé a nuestra embajada donde ya había podido hacer ingresar a Isabel y a los padres de Orlando. Era tarde cuando un coronel chileno me hizo entrega formal de mi compadre.

Al día siguiente, partí con él a Caracas. No había sido expulsado a Caracas, como asegura el embajador Valdés, sino que fue entregado al gobierno de Venezuela. Allí estuvo asesorando programas que yo desarrolla­ba como gobernador hasta su partida a Washington. No era posible imaginar al verlo partir que poco más de un año después lo traería de nuevo a Caracas, esta vez como su último viaje, antes de su destino final en Santiago.

He leído algo de las palabras de la Presidenta Bachelet y de su canciller Muñoz sobre la lucha de Orlando, y no puedo sino pensar que la mejor manera que tienen ambos de honrar la memoria de este gran chileno es aplicando los principios que le costaron la vida: rescate de la libertad de patrias oprimidas.

Hoy es Venezuela, mi país, el que sufre la pérdida de su libertad. Pero ante nuestra trágica realidad al gobierno de ese país amigo, Chile, le invade un pesado y penoso silencio diplomátic­o. Tal vez es bueno recordarle al gobierno de Santiago que así como la memoria de Orlando no es sólo de los chilenos, nuestra causa por nuestra libertad no es sólo de los venezolano­s.

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